miércoles, 28 de abril de 2010

Ingrata vocación 1/3

     Ingrata vocación
      Hace años, teniendo como excusa mi juventud, amistad y confidencialidad de ese momento, una señora mayor a la que conocí gracias a su amor por la música, prefirió sustituir su tiempo de clase de piano, por un instante de desahogo, convirtiendo en confesor a mi persona.
    Mientras colocaba como cada día el método en el atril, buscando el ejercicio que había practicado en casa, dejó caer una pregunta:
.- ¿nunca te has preguntado, porque llevo siempre una camisa morada y este escapulario?
    .- Bueno, me imagino que alguna promesa.
.- Yo se que eres mi profesor, pero ¿serias mi amigo?
    .- Ya lo soy, para mí, la amistad es lo primero, si no lo fuera, aunque me pagases las clases, no me importaría si aprendes o no, y estaríamos perdiendo el tiempo los dos.
    Su cara se iluminó, como si hubiese visto un ángel, acto seguido me cogió la mano suavemente, y me sentó junto a ella, en la larga banqueta que había frente al piano.
   Se puso a interpretar algo improvisado, con unas variaciones de dulzura y agresividad, que me indicaban el camino de sus sentimientos, yo me limitaba a escuchar en silencio, de repente, fue bajando poco a poco la intensidad y dejó de tocar, me miró con los ojos tristes y me dijo: Así ha sido mi vida, pero para que entiendas lo que he tocado, te la tengo que contar. Se giró hacia mí en el asiento y comenzó su relato.
      Yo nací en un pueblecito muy pequeño cerca de aquí, cuando tenía dos años, un hermano mío enfermó grave, por lo que iba todos los días con mi abuela a la iglesia, a pedir a San Antonio, que hiciera por él lo que los médicos no podían hacer, curarlo. Después de un tiempo y desahuciado por la medicina, regresó a casa, para que pudiera morir en paz, pero mi abuela y yo nunca dejamos de ir a rezar, y tal fue la fuerza e insistencia de nuestras oraciones, que al cabo de unos meses, mi hermano se recuperó.
    En las afueras del pueblo, donde íbamos a jugar siendo niñas, había un hermoso convento, un día al asomarme a la puerta de la capilla, vi que allí había una imagen de San Antonio, entré y me alegró ver que era la misma, a la que tantas veces había rezado en mi infancia, y que se habían llevado de la iglesia un día, no sabiendo donde.
    Desde entonces, todas las tardes antes de irme para casa, me arrodillaba frente a él un rato, y le contaba lo que había hecho en el cole, en casa, con mis amigos, y al levantarme para marchar, me sentía reconfortada, para después de la noche comenzar una nueva jornada.
    La madre superiora, que llevaba observando un tiempo este comportamiento mío, una tarde me esperó a la salida.
.- Buenas tardes jovenzuela, veo que todos los días antes de ir para casa pasas a rezar a S. Antonio, le tienes mucha devoción ¿verdad?
Yo le expliqué lo de mi hermano, y como lo había vuelto a encontrar, luego, nos despedimos, y siguió pasando el tiempo, pero un día, ya cumplidos los diecisiete.
.- Veo que no has perdido la costumbre de venir.
    .- No señora, y lo seguiré haciendo toda la vida.
.- Te has planteado estar aquí junto a él todo el tiempo.
    .- ¿como todo el tiempo?
.- Si, aquí con nosotras, en la clausura, entregando tu cuerpo y alma a Cristo por todo el tiempo que tu vida dure.
    .- Me lo pensaré.
                   Cuando llegué a casa, a la hora de la cena, se lo comenté a mis padres, y ellos me contestaron, que para mi abuela que estaba en el cielo, sería el mayor regalo que le pudiera hacer.
    A la mañana siguiente, muy temprano, llamé a la puerta de visitas, e ingresé como novicia.
               Mi vocación, que por cierto nunca he perdido, se fue haciendo más grande, y entre las horas de oración, me dedicaba a las tareas de la huerta junto con otra hermana, allí mientras cavábamos la tierra, cantábamos al señor, de ahí mi pasión por la música.
     Una vez tomados los votos, me mandaron a otro convento, donde empezó mi calvario. Una tarde confesando con el párroco de la comunidad, sentí como su mano tocaba mi cuerpo, no podía creerlo, me quedé quieta, muda, sin sangre en las venas, al rato, me levanté, me santigüe al pasar frente al altar con la cabeza baja, avergonzándome ante dios y me fui, sin mediar palabra con quien me encontré a mi paso hasta mis dependencias.
   Lloré y lloré, vinieron a avisarme para la cena, compuse mi voz, y respondí con una mentira, me encuentro mal, no me apetece cenar, y seguí llorando hasta el alba.
   Pasaron muchos días sin ir a confesar (cosa que ni en mí, ni el resto de las hermanas era habitual) me sentía atormentada, por lo que armada de valor, decidí hablarlo con la superiora.
   Su explicación me tranquilizó e inquietó al mismo tiempo.    Según ella, eran pruebas que el señor nos mandaba, para hacernos más fuertes ante las tentaciones del cuerpo, y que gracias a la superación de esas y otras tentaciones ganaríamos el reino de los cielos.
    Seguí yendo a confesarme, y la experiencia se seguía repitiendo, cada vez sus manos sudorosas, iban profundizando más en los lugares de mi cuerpo, y yo solo callaba y lloraba en mi celda. Hasta que un día, sentí en mi cuerpo algo desconocido para mí, sentí placer, y esa noche, con el cinturón me azote la espalda, hasta que sangró, me sentía culpable de haber defraudado a mi dios.
    Por desgracia al cavo de unos días, mi padre falleció, por lo que pedí poder ir un tiempo a mi casa para acompañar y cuidar a mi madre ya enferma, pensando regresar a su muerte, para terminar allí mis días. Pero nunca regresé.
     Compré una imagen de mi santo preferido, que puse en mi habitación, encontré haciendo limpieza este escapulario que era de mi querida abuela, mandé hacer unas camisas moradas, y desde entonces guardo mis votos en casa, con la única esperanza de que dios escuche mis plegarias y me conceda a mi muerte el poder estar junto a él. Y gracias a lo que he aprendido contigo, paso el tiempo haciendo sonar mi oración, rezando frente al piano.
     Enmudeció de golpe, bajo la cabeza y se fue.
            Tal vez por vergüenza, o porque pensó que ya había aprendido y enseñado lo suficiente en ese lugar, nunca volvió.

1 comentario:

  1. Carlos, te saluda America Santiago. Los abusos sexuales a novicias es una depravación encubierta por la Iglesia y los Conventos. No sólo hacen daño físico, emocional y psicológico. Son bestias con sotana, que por lo general, quedan impunes de sus delitos. Tu historia ha sido magistralmente relatada y logra conmover al lector, generando repudio, condena, rebeldía y hasta desprecio hacia quienes son los más grandes hipócritas, manipuladores de la moral y espiritualidad. Felicitaciones amigo.

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