martes, 11 de octubre de 2011

Anoche soñé con tigo

                Era una húmeda tarde de otoño, paseaba  entre las luces y las sombras de aquella espesa arboleda ojeando entre los arbustos por si encontraba algún níscalo, de pronto vi que algo se movía, según me aproximaba lenta y silenciosamente, percibía el sonido de un castañear de dientes acompasado con una agitada respiración.
     Había llovido y estaba empapada, allí, acurrucada bajo aquella gran hoja de helecho, con los ojitos cerrados y temblando de frio se hallaba una ninfa del bosque, cubrí su pálido cuerpo con una rebeca de lana que llevaba, abrió los ojos sin asustarse, eran enormes, claros, casi transparentes, su respiración iba siendo más calmada al tiempo que sus mejillas se tornaban de color rosa y sus labios dibujaban una curva de felicidad.
      Empezaba a anochecer, se incorporó, todo su cuerpecito hizo unos movimientos con gracia para sacudirse el agua y agitando sus preciosas alas, después de tocar mi frente con su dedo índice, desapareció entre las copas de los arboles.
             
                En el momento en que desapareció de mi vista, el sueño me transportó a una mañana soleada, en una playa desierta de arena blanca acariciada por un suave oleaje.
       Al fondo una roca parecía nacer de la orilla del mar; a sus pies sentada una sirena que entre sus brazos y envuelto en su larga melena tenía a un bebé.
       Lo acunaba dulcemente mientras tatareaba una canción de cuna con tal suavidad, que hasta las olas parecían no querer hacer el mínimo ruido al romper.
      Según su retoño se iba durmiendo, su movimiento iba siendo más lento y su espalda se inclinaba hacia atrás, hasta apoyar en  la piedra que las resguardaba de la brisa que soplaba desde el interior.
       Con un susurro y un gesto de sus cejas, me indicó que me levantase de su lado y alejase en silencio, para preservar el sueño de la criatura que con la cabecita sobre su pecho, dormía plácidamente.
       
                  Una ligera apnea, entre ronquido y ronquido me situó en un aula de techos altos, sus pupitres en pareja formando líneas hasta el fondo, sus grandes ventanales, su pizarra, el globo terráqueo sobre la mesa de la maestra, como siempre  situada en un altillo, los mapas físico y político cubriendo las paredes y como no,  niñas con coletas y niños peinados con la raya al lado.
     Estaba quieto en la puerta observando, de repente se acercó a mí una señora de altiva apariencia, con un traje falda-chaqueta gris y tan seria como bien peinada; era la maestra. Me agarró por una oreja y me llevó hasta el único sitio que se hallaba vacio en un pupitre del centro.
      Al mirar la pared que tenía en frente detenidamente, eché en falta los cuadros y el crucifijo que sobre el encerado presidian siempre las clases de aquella época.
      Dio un golpe sobre la mesa con su regla de madera, y el silencio invadió toda la habitación, cruzó sus manos y paseando entre los bancos, comenzó a explicar una lección de geografía; al rato dijo con voz fiera: abrid los cuadernos y copiad:    Los ríos más importantes de la península son, dos puntos, El Ebro, coma, que nace..............
      Según iba hablando pasó por mi lado; sentí un capón de los que pican un rato, giré la cabeza y ella con amabilidad y en voz baja dijo: Ánimo que vas progresando, pero desembocadura, se escribe con “B”, y que no se te olvide que antes de B siempre va M.     Cambió la voz y siguió dictando.
    De pronto un estrepitoso timbre rompió el silencio, cerramos nuestros cuadernos, nos pusimos en pie y cuando ella nos indicó, salimos despavoridos,  eso sí, sin carreras ni algarabías por los pasillos.
      Una vez fuera, miré a mí alrededor.
                

                Allí, justo enfrente se hallaba lo que parecía un antiguo palacete, tras el portalón de la entrada, se descubría un gran patio en el centro a modo de solárium, todo su contorno estaba lleno de cerezos y almendros en flor, a la sombra de los cuales, estaban situados los bancos de madera, que se llenaban los ancianos hasta la hora de fajina; esparcidos junto a ellos, por el suelo, yacían bastones, muletas, andadores.
      El único olivo que había, estaba a unos metros de la entrada, en el centro, como recibiendo a los visitantes; bajo él, de pie, con un libro en sus manos y solo visible para los que ya no tienen otra cosa que hacer, que sentarse al fresco, se encontraba una resplandeciente mujer que rebosaba alegría y la contagiaba a todos aquellos que la escuchaban.
      Me senté en el suelo, a su lado, dándole las gracias por permitirme verla y escucharla.  Ella me miró sonriente, hizo un guiño y siguió a lo suyo.
    Leía en voz alta un relato de padres e hijos, donde los abuelos, eran el vínculo de unión; cada vez que sus palabras referían una solución de la experiencia, muchos de ellos asentían con la cabeza.
     Las trabajadoras de aquel centro, seguían a sus quehaceres, sin dar importancia a que todos mirasen atentamente hacia aquel aceitunero, como si de algo habitual se tratase.
     Cuando el reloj que había sobre el balcón central dio la hora, cerró el libro y se dirigió lentamente hacia una puerta del fondo, todos se incorporaron, cogieron sus utensilios y la siguieron, como si de un rebaño se tratase, fiel a la orden de su pastor.
            

              Al despertar, abrí los ojos,  vi a mi lado a la mujer de mis sueños, todas y cada una de ellas estaban en ti (eras tú).
       Miré con ternura tu dulce cara, te abracé con suavidad para no despertarte; en ese momento, entre sueños, me abrazaste con fuerza y me diste un beso.       Volví a cerrar los ojos y abrazado a ti, seguí soñando con tigo.

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