lunes, 6 de octubre de 2014

Nuevos inquilinos (1)



        Pasados unos años;
  En la inmobiliaria, entró un tipo demacrado, con cara de acabar de llegar de un largo viaje desde algún lugar del tercer mundo, vestido años ochenta.     Con su voz ronca y mala pronunciación, acompañada de vaivenes de su cuerpo como si estuviese adormilado,  había que prestar mucha atención para entender lo que decía. 
           De la mano llevaba la escritura de una casa de su propiedad, aunque todavía estaba registrada a nombre de sus padres ya fallecidos.       Necesitaba el dinero ya, para empezar a trapichear con él y sacarle rentabilidad lo antes posible.
    Habría que tasar el inmueble, descontar los gastos de su reparación y los trámites precisos para que estuviese legalmente registrado para su posterior venta.  
     Eso no importaba, solo necesitaba la cuarta parte de lo que en realidad tenia de valor, tan solo quería pasta y ponía una condición:
    Que se realizasen los trámites en el plazo de diez días y así poder tener el dinero, cuando la mercancía virgen, que se estaba esperando en la ciudad, llegase desde el otro lado del estrecho.
      Una operación suculenta. Los abogados se pusieron manos a la obra.      Redactaron minuciosamente todos los documentos necesarios a firmar ante notario, para que no quedase ningún fleco suelto y en el corto plazo convenido, el dinero se ingresó en su cuenta a primera hora de la mañana y al medio día ya estaba invertido.
   Unos meses y aquella cochiquera estaba preparada, limpia, reparados los desperfectos sufridos tras años de abandono, pintada por fuera y por dentro.      Sustituida toda la instalación de agua y electricidad;     sanitarios  y cocina de última generación, ventanas con persianas de aluminio y puerta blindada;  sistema dual de calefacción y aire acondicionado.       Tan solo quedaba un pequeño detalle:      poner en la puerta de entrada un cartel.
     SE VENDE
          Un matrimonio joven, con un niño pequeño recién llegados a la ciudad, serian sus nuevos inquilinos.
       En aquellos años el vecindario se había renovado, la gente mayor desaparecía y otros jóvenes compraban y adaptaban a los nuevos tiempos aquellas viviendas. Tan solo un par de vecinos recordaban a aquella familia de la cual, solo quedaba la imagen de un señor borracho y solo, que muchos atardeceres maniobrando, conseguía al final encontrar el hueco por el que pasar aquella vieja puerta de madera que nunca se cerraba cuando estaba fuera, para evitar tenerla que volver a abrir a la vuelta y así poder acceder al interior de la vivienda sin buscar la llave,  que fijo había perdido hacía ya tiempo.
   La pareja estaba encantada, su situación era perfecta; cerca de ese colegio que contaba con guardería y con la particularidad de que allí se podía estacionar el coche a ambos lados de la calle.
       Era un barrio tranquilo de gente trabajadora, donde la mayor y única  preocupación era la hipoteca y llegar a fin de mes, sin preocuparse de las vidas ajenas, aunque con disposición a colaborar, ayudando a quien pudiese necesitarlo en cualquier momento.
     Llegó el camión de la mudanza con lo imprescindible para empezar a vivir allí, nunca habían querido comprar ningún mueble hasta saber donde iba a ser su ubicación definitiva.
        Pasados unos días de estancia en aquella (su nueva habitación), esa criatura de dos añitos recién cumplidos  que cada noche despertaba sobresaltado y despavorido corría a refugiarse a la cama de sus padres, comenzó a cambiar.
            Ya no se despertaba asustado a media noche, sus padres por el interfono, podían oír como balbuceaba en sueños.    Se asomaban a la habitación y este se callaba, para a continuación, seguir con aquella conversación de palabras incomprensibles una vez que notaba que ya no  era observado.
            Aquel cambio, no solo les permitía descansar, les confirmaban la sospecha que en la casa del pueblo, algo influía en las pesadillas nocturnas de su niño.
      Retiraron el trasmisor y receptor de las habitaciones y empezaron a cerrar la puerta de ese dormitorio, para evitar que algún día se cayese por la escalera. El dialogo nocturno y el que se levantase dormido a andar por la habitación, se había convertido en algo habitual.
            Al comenzar el nuevo curso lectivo en el colegio,  (aunque la madre no trabajaba) decidieron que fuera a la guardería;   así, iría haciendo amistad con los niños y niñas que serían sus compañeros al año siguiente  en el aula de preescolar.
    En la primera reunión con la psicóloga del centro, le comentaron sus continuas charlas y que cada vez, iban prolongándose más durante la noche.    Aparentemente era un niño normal para su edad, el informe semanal de cuidadores y monitores, no revelaba cansancio, falta de concentración, estaba espabilado y nunca se dormía a la hora del descanso que hacían a media mañana.
          Se le veía impaciente por reconocer las letras y los números.      Cada día, solicitaba menos el que su madre lo llevase al parque e intentaba estar al máximo tiempo posible en su habitación;   sentado en la cama cara a la pared y con el libro de la guardería abierto.       Sin que nadie le enseñase, empezó a formar palabras cortas y antes de fin de curso, sabía que número correspondía a cada dedo; así hacía sumas hasta llegar al diez.
     Los padres estaban orgullosos de sus aptitudes para combinar letras y sus logros con los números. 
     Un poco antes de llegar las vacaciones de verano, su padre se fijó en el escaparate de una librería. Un cuento con letras grandes y dibujos.    A la vuelta del trabajo, lo compró para poderlo leer junto a su pequeño durante el verano.   
      .-Aitor, ven. Te he traído un cuento muy bonito, así este verano lo leeremos juntos para que aprendas más palabras

      La respuesta que recibió de aquel mocoso, lo quedó pensativo y no sabiendo que decir. 

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