De vuelta de ningún sitio
Minutos
más tarde, me han depositado en una urna de cristal donde casi ni cogía, rodeada
de más cestitas y cajitas, todas iguales, habitadas por otros bebes, quizás en
una circunstancia parecida a la mía,
pero todos más, ¿qué digo? muchísimo más pequeñitos.
Tras
esos ventanales acristalados, se asoman ojos de miradas sorprendidas por mi
gran tamaño y textura de mi firme piel con tono rosado.
Desde mi cubículo, puedo
reconocer a mi padre y mi abuelo, por su gesto distinto lleno de alegría,
temor, e impotencia contenida. Esos que con su mirada me abrazan, besan y
acarician, al tiempo que dejan caer su rostro hacia el suelo, en silencio,
parando su respiración y tragando saliva;
mientras disimulan sus lágrimas con una mueca, para que yo no esté
triste.
Ha pasado un día. Un rostro me mira demacrado
por el sufrimiento. Por fin la persona a
la que tanto estaba esperando ver. Esa
cara se ilumina con luz propia, por mi aspecto jovial y hermosura; ojos
resplandecientes y vidriosos, labios que solo pronuncian mí nombre, una y otra
vez para decirme: ya estoy aquí mi niña.
Cada día espero con
impaciencia el momento en que me sacan de aquí. Es cuando nos llevan a otro sitio, en donde
mi madre me da de mamar. Ese líquido blanco que sale de sus pechos está
muy rico, y el calor que me da su cuerpo es especial; me gustaría estar todo el rato con ella, en
sus brazos, oyendo latir ese corazón, ese tic tac que siempre me acompañaba,
cuando estaba en su interior.
Hoy mi madre se ha enfadado mucho, porque han
entrado unos señores interrumpiendo esos momentos tan íntimos, reservados solo
para ella y para mí, al igual que pasa con las demás madres y sus pequeños, en
esa habitación.
Nuestro lazo umbilical,
nexo perfecto entre tú y yo,
mi cuerpo pegado al tuyo
unidas en un arrullo
de suspiro angelical.
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