Nuestro amigo Gorgonio, en estos meses,
entre los rigores fríos del
invierno, decidió cambiar, el rescoldo solitario del vino, por el calor
humano de una familia.
Su nueva compañera, sin
perder el humor ni la gracia característica de su persona, dejó para siempre
atrás su diminutivo.
Una campanilla,
tintineaba con fuerza, anunciando la buena nueva y una voz jadeante, sin
resuello, llegaba a la plazuela
gritando:
.- Gorgonio, Gorgonio, ya ha
nacido.
Andrea, había dado a luz una niña, grande, de
piel sonrosada. Su pelo rubio, iluminaba más que el propio sol
y sus ojos abiertos como luceros parecían pretender comerse el mundo.
Petronila.- míralo
como corre el desgraciado a la cuesta arriba
Genaro.- yo también correría
Petronila.- poco corría cuando falleció su difunta esposa y
ahora viene con la lengua fuera a arrullar una criatura que ni siquiera es suya
Nazario.- cállese tía vinagre; que me
está poniendo del hígado
Petronila.- ¿Qué me has llamado? Sinvergüenza
Nazario.- tía vinagre y quien se lo
puso, que se lo quite
Matías.- dejemos la fiesta en paz
Gorgonio, entra como un torbellino por la
puerta sin reparar en lo que ocurre fuera.
Gorgonio.- ¿Qué ha sido? ¿Qué ha sido?
Filomena.- una hermosa niña
Andrés.- padre, mira qué guapa es
Bernardo.- que no le llames padre
Andrés.- me da la gana
Andrea.- mira, que ojazos tiene
Gorgonio.- se llamará Andrea, como su
madre
Andrés.- es que yo quería que se
llamase….
Gorgonio.- ¿Cómo?, ¿Cómo quieres que se
llame?
Andrés.- Primavera
Gorgonio.- pues no se hable más,
Primavera se llamará.
Con sumo cuidado, envuelta
en una mantilla, la coge en brazos para mostrarla con orgullo a toda la gente
que en la calle espera.
Gorgonio.- Esta es mi hija y se llamará
Primavera, porque mi hijo pequeño así lo
ha querido.
Mientras los dos hijos medianos, se preocupan
de ver lo que pillan para merendar, Bernardo, el mayor frunce el ceño, no lleva
ni pizca de bien eso de otro hombre en casa y menos llamarlo padre o que les
llame hijos.
Juanillo, que apenas se ve
entre la multitud, se retira a un lado y hace sonar la campanilla con todo su
vigor, el badajo sale despedido. Las
carcajadas espontaneas contrastan con la
rojez de su rostro.
Tras
las enhorabuenas, cada uno saca manjares de su casa y los comparte para la
celebración. Todos se alegran de la buena nueva. Unas
más que otros. Desde que se formó la
nueva familia, acabaron los escarceos esporádicos de rincón y alivios febriles
de aquí te pillo, aquí te mato.
Las nuevas madres, son
tratadas como oro en paño, exentas de cualquier tipo de trabajo físico, su
tiempo lo dedican a tareas del cuidado y enseñanzas primarias de los menores que
aún no son acogidos bajo la tutela de Genaro.
El tiempo corre que vuela.
Respetando la tradición, cuando los primeros frutos (brevas) de la higuera
están maduros, se recogen en banastos.
Tras despojarlos de su piel y ponerlos en fuentes llanas boca arriba
partidos a la mitad y sobre una gelatina resbaladiza. Estas, son obsequiadas a cada recién
nacido.
Cada uno de los padres vestidos con túnica
teñida con la pasta extraída de los tallos y hojas de añil, portan en la mano
izquierda una de las bandejas y en su brazo derecho a la criatura
convenientemente ataviada con camisola blanca.
Con paso firme, se introducen hasta el
centro del arroyo (en un lugar donde un banco de arena, hace que la profundidad
no supere los tres pies) allí se arrodillan, doblan su torso, hasta que fuera
del agua, solo quede su antebrazo izquierdo, el que en su extremo porta la
bandeja. La
misión es conseguir después de varias veces efectuada la inmersión, ningún
trozo haya caído al agua. Esto es el símbolo
garante de manutención de los pequeños toda su vida.
Terminada la ceremonia,
Marcial, cogerá del ramal a una caballería engalanada. Las madres con cuidado colocaran a sus retoños en los
serones, para recorrer el camino de la cima.
Una
vez lleguen arriba, este los sacará uno a uno, mostrándolos al valle y
pronunciando su nombre, desde ese momento y hasta el fin de sus días así,
deberán ser nombrados.
Terminado con éxito el
ritual, aprovechan las horas que quedan de luz, para comer esos frutos
madurados por el sol y bendecidos por el viento, que sobre la mesa aguardan
acompañados de otras suculencias culinarias, elaboradas magistralmente por las
manos atiborradas de amor de madre y bajo la supervisión de la anciana del
lugar.
Grandiosa tu narrativa, Carl. Enhorabuena!!
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