Llegó la hora de la renovación
del matriarcado.
La más anciana del lugar, se ha quedado
dormida, sentada, con los parpados entre abiertos, junto a esas cacerolas solo utilizadas
para momentos excepcionales de celebración, o desconsuelo como este.
El fuego está encendido en el
centro de la era. Las potas sobre él. En
todas y cada una de ellas, desde la más pequeña
a la más grande, se pondrá a cocer agua,
condimentada con un poco de sal y flores de albahaca.
Tras la difunta anciana, recostada en una
antigua especie de mecedora. Tarsicio
prepara el peine, para que sus púas recorran con delicadeza su cabello y hacer
de este una linda trenza que una vez anudada, cortará, para que sea entregada a la anciana
que debe tomar el relevo.
Recibida esta, la nueva
matriarca, la coloca entre sus pechos, para que quede a buen recaudo.
Las mujeres entran en la
casa para despojar la de sus ropajes. Tarsicio,
sentado en una piedra acuna con arte la navaja, frotando su filo contra un gastado
pedernal.
El habilidoso, entra de nuevo
con la amarga misión de raparle la cabeza y todo el bello existente en la plegada
y blanquinosa piel. Desnuda, rasurada hasta la punta de los pies y
las manos, es introducida, portada en sus
fuertes brazos, dentro de un gran balde alargado.
El resto de hombres, ya
pueden entrar, con el agua caliente llenan el balde, para evitar la pronta rigidez.
Lavaran todo su cuerpo hasta
que quede limpio y puro como una patena.
Secarán cada uno de sus rincones, antes de ungirla con aceites aromáticos
y envolverla en un sudario que coserán a los lados, abajo y arriba; para con él, cogido por las cuatro esquinas,
depositarla en su aposento.
Entrarán los niños
para cubrirla de flores cogidas del campo y después la dejarán sola, tranquila,
y así en su sueño, sus seres queridos, los que antes también se fueron. Ellos serán los encargados, vendrán a
recoger aquello que llevar y conservar a su lado.
Toda la noche, solo estará
acompañada por la pobre luz tenue de un candil.
En Valdeluna, el aire se tiñe pena, la brisa
lleva hasta las casas, el olor nauseabundo del vestuario y cabellos, que la más
anciana ahora, con un palo remueve en la hoguera.
Con
las luces del alba, sacará de entre sus pechos la blanca trenza, deshará sus
ataduras y sobre las ascuas restantes, las esparcirá antes de dirigirse a la
puerta de la casa, para recogerla y entregar su cuerpo a la tierra.
Los
niños y niñas, así como si se tratase de un divertido juego, cogiendo con fuerza
el sudario por sus costuras, llevaran a la anciana hacia su última morada.
Allí la depositarán sobre el
suelo, la cubrirán haciendo sobre ella un pequeño montículo con el mejor
mantillo negro, que Nazario y Juanillo, han podido conseguir en la huerta, para
que el viento, el agua y el sol, se
hagan cargo de cubrirla de flores, cada primavera.
Poco más pueden hacer, volverán
a tapiar el hueco abierto en el muro de aquel cuadrado, para que nadie entre a
molestar a los que allí descansan y que ninguno de ellos pueda salir a enturbiar
sus vidas.
En Valdeluna, esa aldea
tan peculiar, nada cambia; seguirá amaneciendo y anocheciendo como lo ha hecho
siempre y sus habitantes, continuaran dedicándose a lo que mejor saben hacer;
cuidar de sus campos e intentar vivir en paz, hasta que a cada uno le vaya
llegando esa hora.
Me gusta muchísimo, C.A.R.L. Singular y entrañable Valdeluna y sus costumbres. Hermosa tu narrativa, como siempre. Abrazo de tinta, amigo.
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