viernes, 10 de junio de 2016

Hijo de la tormenta .-1




            Una mujer solitaria con el rostro cubierto, escapaba de su destino.
          Los balcones del ayuntamiento, lucían sus banderas a media asta y al viento hondeaban ansiosos sus crespones negros.   La luna, oculta tras una sensación aterradora, intentaba gritar amordazada por los nubarrones.
   Los adoquines del suelo de la plaza brillaban empapados por el incesante aguacero bajo la triste luz de los faroles.  El cielo, no cesaba de llorar  y sus lagrimas arrastraban la porquería hacía fétidas cloacas.    Allí, donde las ratas ansiosas, devorarían su placenta.
     Sólo, en aquel portalón, tras las gruesas puertas de madera, la vida  se abría paso gracias a los rayos y truenos, que con estremecedores alaridos, persuadían incluso a la misma muerte para que quedase quieta, delirante, agazapada en su lúgubre escondite.  
          Envuelto en una vieja toalla, en un oscuro rincón, protegido de las inclemencias dormía la pena de su primera noche el recién nacido al que llamarían   Simón, por la gracia de Dios y capricho de sor Isabel, la monja que se topó con él al rayar el alba.
          Nada más cogerlo en sus brazos, el llanto rompió el silencio de aquel inmenso portal.   En esa mujer, brotaron su primitivos instintos, desgarró los botones de la blusa y acerco a su pecho esa boca embravecida que se afanaba con ansia, como queriéndose comer el mundo.  Llegó a la cocina, cogió un guante de goma, lo llenó de leche recién hervida y perforó con sus propios dientes la punta del dedo pulgar.    Cuando llegaron el resto de hermanas, su color había cambiado, se había vuelto a dormir, sus mejillas sonrosadas se sentían satisfechas y agradecidas.
    Entre aquellos gruesos muros, donde la austeridad y el silencio reinaban tanto de día como de noche. En esa pequeña, cálida celda con vistas al sur en que sor Isabel reposaba sus huesos tras el atardecer. En un gran baño de plástico, a especie de cuna.  Como colchón un gran cojín, siempre bien mullido y bajo una gruesa mantita de lana, en que aparecía bordada con hilos desteñidos la imagen de la Virgen de los clavos, pasaba los días de invierno Simón.
      Un bote de hojadelata con brasas sin humo junto a la puerta, templaba el ambiente y mantenía a buena temperatura el chiquito cazo de aluminio,  siempre lleno de leche.
       La mesa donde a ella le gustaba sentarse a escribir,  había cambiado el cuaderno y la pluma por paños y gasas, que utilizaba como pañales.   Siempre limpio y seco se desplazaba por los mundos de Morfeo hasta que llegaba la hora de la siguiente toma.      Los ojitos se le abrían, sus castañas pupilas apreciaban como una silueta encantadora se aproximaba, y esos labios,  se entreabrían sabiendo de la llegada de aquel tibio sustento.
               A sor Isabel, en la soledad de la noche, el observar las estrellas del firmamento, apaciguaba la ansiedad que producía el querer y no saber ser madre, el estar umbilicalmente unida a una situación tan inesperada como entrañable, rodeada de ingentes dudas, que solo su inexperiencia debería solucionar.
     La esperanza e incertidumbre, acompañaban a Isabel en cada oración de completas, otra jornada llamaba de nuevo a su fin.   Tras la noche, otra madrugada  proyectaría los rayos del sol por la ventanita y cada vez que llamasen a la puerta, temblarían las carnes bajo el hábito color marfil.  
         El dictamen irrevocable del obispado sobre el destino de aquel bebé, estaba a punto de llegar.         El resultado era incierto y la desolación de la duda, enjugaba con lágrimas el rostro de la monja, que se sentía su madre sin haberlo concebido.     Todas empezaban a sentir al pequeño renacuajo como suyo.  Todas pedían a Dios una resolución favorable.   Pero solo ella, ella tan solo, revivía a cada instante el recuerdo sublime y  placentero de su boca succionando la virginal aureola desesperadamente.     No lo habría parido, pero aquel día…… también a ella se le desgarraron las entrañas.
          Los capullos, empezaban a despuntar entre las hojas brillantes de los rosales.  La hierba, acompañada de pequeñas margaritas, cubría como una alfombra los aledaños de los pasillos empedrados, radios de un octógono unidos en la fuente central del  patio, donde el verdín del fondo, daba a sus aguas el resplandor de un espejo.         La primaveral temperatura y la ausencia de brisa en aquel coqueto lugar  rodeado de arcos, invitaba a la relajación bajo el cielo azul.     Ni los pájaros osaban volar, para no eclipsar aquel instante divino.
        Sor Isabel, extendió una impoluta toalla sobre el césped.    Totalmente desnudo sobre ella, Simón se movía libremente.     Panza arriba, sus brazos y piernas, parecían querer atrapar  la luz.      El resto de hermanas, dejaron sus tareas para poder observar aquella preciosidad.   Hasta ese mismo día, su cuerpecito había permanecido en clausura, preservado de todo, oculto bajo  la manta que nadie se atrevía a levantar.          Los ojos felinos de su tesorera no dejaban duda de sus intenciones protectoras, sus largas uñas afiladas, despellejarían cualquier mano que intentase aproximase más de la cuenta.
          Poco a poco, despacio, con cautela fueron acercándose haciendo un semicírculo a espaldas de la embelesada estatua, que estaba sentada a su lado.       Los ojos de la criatura se abrieron estrepitosamente y una sonrisa sonora, broto de sus diminutos labios.     Los jilgueros comenzaron a emitir su canto  y como por arte de magia, esos muros siempre tristes y opacos, se llenaron de luz y de color, el viento recorrió silbando todos sus pasillos abriendo puertas y ventanas, impregnando de fresca alegría cada rincón de aquel convento.  La Madre superiora, desde la ventana de su despacho, observaba la maravillosa estampa, se respiraba felicidad.  Incluso sin saber nada, aquella vieja llena de rarezas que se pasaba las horas en la capilla de rodillas ante el altar, pudo vislumbrar el bello gesto de complacencia en el rostro del crucificado que permanecía suspendido en el vacío colgando de aquellas cadenas.
            Antes de la hora del almuerzo, el picaporte sonó con insistencia.  
     Las cuerdas vocales enmudecieron.    Los gestos afligidos comprimieron sus estómagos.      Las miradas se cruzaban sin querer encontrar otros ojos en su camino y los pies clavados al suelo,  se negaban a dar el primer paso hacia un destino incierto.
   Los golpes cesaron.   Entre el silencio sepulcral, se dejaron oír unos pasos que se alejaban de la puerta.   Un día más de incertidumbre, un día más de esperanza.    Un día soñado, preludio de un día temido.
        A la hora Nona, estaba engalanada la capilla.    Unas flores cubrían el altar, en la vieja pila bautismal reposaba un edredón doblado con mino y todas las velas de los candelabros iluminaban radiantes.
     La madre superiora en pie, saltándose cualquier protocolo establecido, encomendó el futuro de aquel niño al Señor, rogando que  no lo alejase de entre aquellas humildes cuatro paredes, añadiendo a sus votos tomados, el de crianza responsable ante los ojos de Dios.
            Aquel niño venido de la nada, se había convertido en un ilusionante camino, nueva razón para avanzar hacia el reino de Dios.
      A la mañana siguiente, mientras la enredadera de sus ilusiones trepaba por la hiedra hacía lo más alto, un sobre, con cantos morados, se deslizaba por la rendija de debajo de la puerta.
     La Madre superiora se acercó a recogerlo. Poniéndolo junto a su pecho, rezando en silencio, arrastrando lentamente las sandalias por los pasillos, devoró con fe las cuentas sin brillo de un rosario envejecido, hasta llegar a la entrada de su despacho.

         En la silla, se acomodó la ilusión y sobre la mesa quedo depositada la inseguridad.   Las agujas del reloj de la pared se detuvieron y el abrecartas siguió dormido en el cajón.   Pero una paloma insensata que en la ventana permanecía inmóvil, agitó sus alas para alzar el vuelo, poniendo de nuevo en marcha al inexorable e inquieto tiempo.    Tiempo, que seguía detenido en las retinas resecas de las hermanas, sumidas en un éxtasis de oración y atenazadas por la expectativa.


4 comentarios:

  1. Un principio muy bueno para una historia en la que expresas tan desde dentro, las sensaciones de alegrías he incertidumbres de unas monjas de clausura con una nueva experiencia maternal y un cambio en su rutina habitual. Esperando el siguiente capitulo que nos dejará con mas ganas de seguir tu historia, que ha enganchado y solo acaba de empezar. Muy bueno Carlos Torrijos . Ya me imagino el siguiente. Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Poco a poco, nos daremos un paseo por la vida de Simón

      Eliminar
  2. Isabel San José Mellado13 de junio de 2016, 11:14

    Un deleite para los sentidos es leerte. Me ha encantado, no dejas nada al azar, transportes la mente al lugar y a la historia.

    ResponderEliminar