lunes, 4 de julio de 2016

Hijo de la tormenta .- 8



       
              Totalmente recuperado, recibiría el alta. Su vida, volvería a la normalidad.
     Su trabajo, su piso, sus sábados en el convento, pero nunca más montar en una moto.    Era lo único, que le hizo prometer la madre superiora.
        Uno de esos sábados, Simón contó a la madre su experiencia. Quería saber. Preguntó el porqué, nunca había salido a la luz lo de la piedra atada a sus pies.   La respuesta era sencilla:   
     Si hubiesen mencionado aquella piedra, jamás podrían haberla enterrado en sitio bendecido, su cuerpo habría sido repudiado a algún rincón de la huerta y nadie, habría rezado por su alma.
                Aquel largo año a sor Soledad le había hecho poca mella, era fuerte y tozuda como una mula, no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer ante ese bicho y el que Simón estuviese allí de nuevo le daba aún más ganas de tirar hacia delante, aunque nadie diese un duro por sus días.
               Antes de que llegasen a madurar las uvas, mientras Simón leía y todas escuchaban con atención, la madre superiora, decidió quedarse dormida.   Ni un simple gesto de desagrado.    Se marchó con quien tanto quería, con aquel, a quien  había dedicado toda su vida, acompañada por la paz que le brindaba la voz que en tantos momentos la había transportado al paraíso.
   Después de la tarde del siguiente día, ninguna mujer jamás, seria portada de nuevo por sus brazos hacia la tumba.    Las tres madres que conoció, se habían marchado dejando una pregunta en torno a sus labios… ¿por qué, no yo?

                 Por designios, tal vez del destino, una persona extraña, venida de otro convento asumiría el cargo vacante.   La presencia de Simón no era bien vista por aquellos ojos.    Las razones que las hermanas le daban para mantenerlo a su lado los sábados por la tarde, eran palabras sacrílegas para sus oídos.
      La rigidez de la orden con el estricto cumplimiento del voto de silencio, deterioró una comunidad donde hasta ese momento el dialogo, había sido crucial punto de encuentro para limar ciertas asperezas de carácter.
      La nueva madre, racionó las viandas que entraban a la cocina, así como el aceite y los condimentos.    La severa austeridad hacía que en los platos rebosantes de agua, brillasen los tropezones por su ausencia.
            Las hermanas más veteranas, lo aceptaban con resignación.     Mucho tiempo ya domadas bajo el dogma de la fe.
      A sor Soledad, ya le faltaba el hambre y las fuerzas incluso para hablar,  cómo quejarse de no comer en silencio.
          Sor Amparo, seguía con tan poca sangre como el primer día, con ella no se podía ni discutir, ponía un oído enfrente de otro y ahí se acabó todo.
             Pero claro, aún quedaba el genio y la insurrección de sor Angustias, encargada de la cocina desde el día en que la difunta sor Enedina, se vio impedida para realizar sus tareas.
          A ella, ya no le importaba estar en silencio, ni ver como las herramientas con las que se trabajaba el huerto estaban romas por no mandarlas a afilar, sentir el frio en sus pies penetrando por los agujeros de las suelas de sus sandalias, pero….    Que pasasen hambre sus hermanas…    Eso no lo iba a consentir.
           A escondidas, por la noche con la complicidad del sueño y la oscuridad, bajaba al huerto y cogía algunas hortalizas que poder añadir al caldo, bien trituradas y con el cuidado de que al servir, al cuenco de la nueva madre, no cayese ningún trozo que la pudiera delatar.
          El agitar continuo de las aguas del remanso, terminarían con la poca paciencia de la que siempre hizo gala sor Angustias.
      Aquello no podía seguir así mucho tiempo,  tras una discusión en la que casi llegaron a las manos,  la señoritinga, decidió colgar los hábitos para no ser coautora por omisión del atroz trato a que estaban siendo sometidas.    Volvió a su casa y allí junto a sus ancianos padres, siguió con los votos aceptados.
          La víspera del día de los santos, por fin la mojigata sintió el deber de saltarse todas las normas.  Por saltar, saltó hasta la tapia del convento.
        Con un papel en su mano, en el que estaba escrita la dirección de sor Angustias.    Deambuló por ciertas calles desconocidas para ella.      Sabía que preguntando se llegaba a todos sitios y así lo fue haciendo hasta que logró dar con aquella inmensa casa.
             Las dos juntas fueron a buscar a Simón.      Sor Soledad no llegaría a la noche.  Antes de morir quería volver a oír aquella voz leyendo las sagradas escrituras.
                 Los tres se apresuraron hasta el convento, junto a la puerta trasera había un hueco, por el cual Simón siempre metía el brazo para acceder al cerrojo y abrir, cuando iba los sábados a visitarlas.       Entraron y se dirigieron directamente hasta la celda de la doña.
   Nada ni nadie podría detenerlos.
            Allí puso sus manos como si en ellas sujetase un libro y de memoria comenzó a pronunciar las palabras tantas veces antes leídas para  todas.
      Cuando llegó la nueva superiora ya no hacía falta seguir con la parodia, sor Soledad había pasado a mejor vida.
     Fueron expulsados de allí como unos perros, aquella diosa de la tiranía los sacó a empujones entre gritos de loca, pero Simón no se callaba.
                        Sentía vergüenza y rabia de que nadie estuviese en la celda acompañando a sor Soledad en sus últimos minutos, gracias a ellos al menos se sintió acompañada.
           Al salir a la puerta se toparon de frente con una señorita de muy buen ver que llegaba con gesto afligido.      Los ojos de Simón, se quedaron clavados en aquel escote que lucía descaradamente.   Tras unos segundos apartó la mirada.     Se quedó pensativo y de pronto preguntó a la mojigata. .- ¿y esta, quien es esta?    
                   Era la hija de la doña, la habían mandado llamar al ver que era inminente ese momento póstumo.
      Entonces salió de nuevo la superiora, cogió a sor Amparo por el brazo y la arrastró al interior.   Simón alargo su fuerte brazo, ancló sus garras en la parte posterior de su hábito y la libró su condición de mujer.        .- cuidado señora, usted se hace llamar Madre, pero yo, soy hijo y hermano.
            En la plaza, en las escaleras de la catedral, frente a la puerta del convento, se quedó sentado, con la mirada perdida.
    A su lado se sentó la señoritinga, esperaron charlando de cómo les iba la vida lejos de aquellos muros, hasta que la joven salió y  pudieron hablar con ella.
                      La señoritinga con su labia de mujer, la convenció para que todos los miércoles por la tarde, quedase con Simón para dar un paseo.      Tenía mucho que contar y mucho que escuchar.
      Antes de despedirse, Simón volvió a clavar su mirada entre sus pechos.  Sabía que con aquella joven debería compartir el resto de sus días.







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