jueves, 7 de julio de 2016

Hijo de la tormenta .- 9 final




                  Cita a cita, cada uno iba dando a conocer la historia de sor Soledad (la doña), desde puntos y momentos diferentes.
           Él, tenía interés por saber todo lo vivido por aquella  mujer antes de entrar en el convento.
             A ella, le empezaba a picar la curiosidad, no solo de cómo habían sido sus últimos años, también de ese pasado de aquella, su madre, al que nunca había prestado demasiada atención.
          Preguntaba  en casa de sus abuelos paternos, donde seguía viviendo, ya que fueron los que la criaron desde que nació.
         Le contaron, que un primer amor prohibido en su juventud le había destrozado la vida.   Marcho de su casa, y jamás se le volvió a escuchar ni una sola palabra que hiciera referencia a su familia.  Sus padres y hermanos habían dejado de existir para ella.
                    Después de recorrer medio mundo como marchante de antigüedades, gran empresaria del sector, conocedora y asidua  de los antros nocturnos,  frecuentados por la peor calaña, sujetos del inframundo inmersos en el vicio del alcohol, droga y prostitución, pero donde se encontraban las mejores gangas,  (ladrones de poca monta que tenían prisa por desprenderse del botín).        
       .- En uno de esos locales siniestros donde el humo del tabaco y otras sustancias disimulaba otros olores nauseabundos, conoció a un señor también del gremio (mi padre).    Decidieron casarse tras un poco tiempo de relación formal,  cambiar de vida y trabajar en la tienda de los abuelos dentro de los márgenes de la legalidad.
     (La verdad es que a mis abuelos nunca les llenó el ojo).
             Se cuenta que era una mujer muy culta en historia del arte, no había quien la timase en las fechas de autoría de cualquier obra y entre los más avispados del gremio, hacían apuestas a ver quién era capaz de colarle una falsificación.    Era imposible.

        “Con el paso de los días, su relación fue más afable, sus citas y conversaciones más personales”.

    Al año y poco nació ella, (Conchita), los padres continuaban igual,  con su ritmo de vida despendolado, por eso, es que los abuelos la cuidaban día y noche.        
  Justo antes de cumplir los dos años, aquella pareja, volviendo de una de sus cenas a altas horas de la madrugada, tuvieron aquel fatídico accidente de tráfico.  Él, murió tras pasar varios días en el hospital.
    Ella, se dio aún más al alcohol, la situación era insostenible y una mañana después de hablar con el abuelo, decidió recluirse de por vida en el convento.
    Nunca hasta el día de su muerte había vuelto a tener noticias de ella ni de su paradero.   Tampoco nunca había preguntado por ella, en realidad los padres siempre fueron los abuelos.
        
          El amor surgía entre los dos de manera irremediable, aunque de maneras distintas.
              Ella, sin que se hubieran mencionado esas intenciones en ningún momento, ya se veía a su lado vestida de blanco frente al altar.
 Él, creía haber encontrado a esa persona tan especial (su sangre).

      Seguían viéndose cada miércoles, en aquel bar junto al parque, les gustaba pasear juntos, se cogían de la mano y hablaban de lo sucedido durante la semana. Cuando el sol estaba a punto de caer y los niños volvían a sus casas, se acercaban a los columpios para balancearse intentando tocar las nubes hasta la hora de recogerse.
         Tan solo quedaban quince días para la fecha que Simón había marcado en su calendario para hablar con Conchita.    Pero…
            Esa noche, ella pensó que había llegado el momento de dar un paso al frente.
             Cobijados en la oscuridad del portal, ella sentía algo de frio, él la envolvió suavemente contra su pecho.   Las manos paseaban por su espalda acariciándola con una ternura indescriptible y ella rodeando su cintura con fuerza, sentía un calor jamás sentido.
   Al despedirse esa noche, ella le hizo inclinar levemente la cabeza cogiéndolo por la nuca y le beso en los labios.     Él, sorprendido se apartó.   Notó como aquella historia se le escapaba.   No tuvo más remedio que confesarle sus sospechas.
        La primera vez que la vio, aquel día en la puerta del convento, su mirada no se clavaba en sus pechos, (que también) si no en esa medallita que entre ellos se albergaba, con aquella misma imagen grabada y de similar tamaño a la que él conservaba.
          Conchita, se sintió avergonzada y al mismo tiempo furiosa.      En esos momentos, nada sabía de la procedencia de esa medalla, ni le importaba no saberlo,   solo que colgaba de su cuello desde que tenía uso de razón. Tiró de la cadeneta con desprecio y puso la medalla en las manos de Simón.  
     .- ¿esto es lo que querías? Pues toma, toda tuya. 
                   Lo quedó con la palabra en la boca, sin poder darle una explicación.      Llamó al timbre para que volviese a bajar y aclarar aquel mal entendido, pero Concita estaba demasiado dolida para escuchar nada.
     Llegó el próximo día de cita, pero ella no acudió.    Se fue hasta casa de los abuelos, pero allí tampoco estaba,  entonces, tomó la decisión de subir a preguntarles a ellos.
         Los abuelos, le dijeron que de muy chiquitita (con meses) se la habían traído sus padres de un viaje y ellos habían respetado el que la llevase al cuello como recuerdo de los que apenas conoció.
      Esperó horas sentado en aquella fría escalera, apretando entre sus manos las dos medallas hasta que apareció.       Ella lo empujó hacia un lado, intentó esquivarlo, rehuir incluso su mirada, pero él no lo permitió.  Iba a oír lo que tenía que decirle quisiera o no.
       Tras exponerle sus sospechas, con un beso en la frente, la dejó marchar después de que se comprometiera a acudir junto a él, al día siguiente por la mañana a una clínica cercana, donde hacerse un análisis de sangre que despejara sus dudas.

        Los días siguientes se hicieron eternos. Sentados en un banco, cogían sus manos en silencios cargados de confusión entre deseos enfrentados. Atenazados por el miedo a decir alguna palabra que pudiera resultar inapropiada.  A veces, les apetecía ser hermanos, pero el fondo de su corazón se rebelaba a aceptar aquel vínculo entre ellos.
     Ella mordiéndose los labios para reprimir el volverlo a besar y él cada noche, soñando con aquel beso, al que no tuvo más remedio que renunciar por sensatez.
           El día en que tenían que recoger los resultados, ninguno de los dos quería abrir aquella puerta de cristal.   En el mostrador de enfrente, esperaba una auxiliar de bata blanca, tenía en sus manos algo que marcaría su futuro.
           Después de muchos titubeos, ella entró, cogió el sobre y lo metió en su bolso, puso el brazo de Simón en su cintura y como dos enamorados antes de una despedida, pasearon toda la tarde en silencio dando vueltas al parque.
                 Se desencadenó una gran tormenta, intentando hacerles despertar de ese bello sueño.    Empapados hasta los huesos por el aguacero, no tuvieron más remedio que entrar en el bar. 
       Unos cafés, unas miradas, el bolso, entre los dos sobre la mesa y sus miedos dentro. 
   No paraba de llover, era hora de volver a casa, bajo los balcones seguían sus juegos como último reducto de una ilusión.
         Aquel portal marcaba el antes y el después.     Abrazados en la penumbra volvieron a soñar abrazados, con sus ojitos cerrados, hasta que un vecino inoportuno, entró y dio la luz.
   ¿Para qué demorar más lo inevitable?
                 Abrieron el sobre, un beso en los labios se prolongó en el tiempo hasta el infinito. El resultado de la prueba de ADN arrojaba un porcentaje menor al 2% de posibilidades, imposible que fueran ni siquiera familiares lejanos.
          Ella cogió su mano tirando de él.   Escalera arriba corrieron como nunca antes lo habían hecho, hasta pisar el último peldaño.
   Cuando salieron a aquella azotea el cielo enmudeció.    El viento limpió de nubes el firmamento dejando que la luna iluminase sus cuerpos fundidos contra la pared. Su desnudez, fue aplaudida por las estrellas y en el horizonte de sus vidas un nuevo ser, florecería al cavo de los meses.     Un nuevo Simón, que sería recompensado, con todo aquello, que ellos nunca tuvieron.

       Simón, nuestro amigo, el hijo de la tormenta, no había logrado saber de sus progenitores, pero daba igual.  El primer momento en que la vio,  supo que compartiría con ella…
                                                                  …. el resto de sus días.


FIN.




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