martes, 19 de julio de 2016

Inquilina del infierno





Aquel niño que creció sibarita de haber nacido hombre.
Aquel que nunca salía a la calle sin la camisa limpia y el pantalón bien planchado.
Aquel que se rifaban las mozas del pueblo por sus hechuras y palabrería.
Aquel que se creía más que nadie siendo tan solo fachada.
Aquel, aquel era Jesús.
Jesusito para su madre, mujer incansable en las faenas del hogar, doblegada a los caprichos del señor y cautiva de su educación y de su propia existencia.
Su padre un obrero esclavo del vino y la buena vida, perro para el trabajo y un lince para el juego, falto de conocimiento y sobrado de prepotencia, al que no lo importaba trasnochar para estar con los amigos y le faltaban ganas de estar en casa.

             De todas las chicas del pueblo, fue a escoger a la de mejor posición, no demasiado agraciada físicamente pero descendiente de una de esas familias,  donde los trapos sucios jamás ven la luz.

              La primera bofetada, fue por un simple no a un beso, una advertencia de en qué lugar la vida había situado a cada uno.
      Buena discípula de los consejos de su madre, Natalia aprendió rápido a someter sus instintos y reverenciar al que un día seria su marido y padre de sus hijos.

                Poco tardó en sacar a la luz su querencia por el vino y el juego, esa cosa de hombres de pelo en pecho.     Orgulloso de su condición de macho, ensalzado por sus vecinos y su padre, buen capataz para regentar los bienes ajenos.    Altanero sin provecho, al que el día de su boda le dotarían con tierras y gente que las trabajaban.

 Las campanas repicaron,  las puertas de la iglesia se abrieron, en aquel que debía ser el día más feliz de su vida, según decían las frases idealizadas, tantas veces escuchadas de boca de su madre.
    Aquella inocente paloma blanca, fue ofrecida como símbolo de una estirpe,  sometida a las garras de un halcón,  desposada con consentimiento explicito, inmolada por la gracia de Dios y el silencioso manto del qué dirán.
             En su cárcel de cristal, se cerraron las ventanas opacas, los barrotes de los balcones impedían entrar al canto de los pájaros y sus muros de hormigón silenciaban los gritos mudos de su alma.
            El nauseabundo aliento de su carcelero, sometía su cuerpo cada noche, su insatisfacción era un ultraje. El fingir placer bajo el yugo de su tormento, fue el único modo de no ser ajusticiada por su verdugo.
           La soledad se convirtió su mejor compañía, al menos esta no le levantaba la mano, ni la dejaba caer.
           En el suelo recién fregado se reflejaba la silueta de aquella joven de pelo sedoso y vestidos de princesa.
         En el fregadero, entre los cacharros, sus manos jugueteaban con las nubes de espuma
        Sobre él, en una rejilla mil lunas escurrían su llanto con olor a pino y limón
             La válvula de la olla a presión, le silbaba alegres canciones de verano.
             En la oscuridad de la noche, le gustaba balancearse en los cuernos de la luna.
             Las estrellas la invitaron a volar hasta el horizonte, pero donde ir, si no conocía nada que estuviese fuera de os límites de aquella charca.
    
        Entonces llegó su primer hijo.
Cómo evitar se repitiese la historia.
Cómo dejarlo morir, antes de amamantar a un monstruo.
Cómo apartarlo de aquellos, que baja el mismo techo vivían.
Cómo decirle que hiciera su cama, sin ser desautorizada.
Cómo pedirle que recogiese, si sus abuelas se lo impedían.
Cómo enseñarle a ser un hombre de bien, sin criticar a su padre.
Cómo, cómo, cómo. Explicarle, que por mucho que ellos dijeran, no era un mariquita por ayudar a su madre y que si lo era daba igual.
            Y entonces volvió a quedar embarazada.
          Tan solo le quedaba una salida. Cruzar el puente del arroyo, tirar a la basura todo su pasado y jugarse a cara o cruz el futuro. Lanzarse al abismo de lo desconocido, que nunca podría ser peor que lo ya vivido.
                        Rechazada por sus vecinos, injuriada por su familia, e…     incluso escupida a la cara,  por su propio hijo.
 Pero había tomado la determinación de hacerlo.      Y así lo hizo.
      Ya atardecido, con nocturnidad y alevosía, pasó el puente sin atreverse a volver la vista atrás.
           Trabajó incansablemente para sacar adelante a su pequeña criatura.  
        Perdió de vivir sus días y de dormir sus noches.
        Metió sus sueños en el saco del olvido, para que ella pudiese soñar.
         Renunció a al amor, para ser las alas que acompañasen a su adorada niña alzase el vuelo
        Y la pequeña creció,  terminó sus estudios, encontró trabajo, abandonó el nido para volar por el firmamento hasta el infinito y ella le cedió sus alas, para que la llevasen aún más allá.
               Había conseguido crear aquello que era su sueño.
       Una mujercita. Una Mujercita con mayúsculas, libre, valiente, independiente.
     Y esa mujercita un día se enamoró y compartió techo, cama y alegrías  con su amado.
     
          Natalia un día, vio un moratón en su niña. Era una felicidad fingida, demasiado bien conocías aquellas marcas, como para no recordarlas.       Por todos los medios, intento remediarlo.
 Entonces…    se vio repudiada por su propia hija.    Era una vieja frustrada en el amor, que solo quería entrometerse y arruinar su matrimonio.
       Otra vez la soledad, volvió a ser su compañía.   
  La historia se volvía a repetir y nada pudo hacer para evitarlo.
    


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