miércoles, 15 de febrero de 2017

Recuerdos




        Paseando por el solitario parque, bajo la tibia lluvia. Carlota, con su mano derecha, sujeta el paraguas que protege del agua su precioso moldeado recién hecho.
Junto a ella, bien pegado, rozando su pantorrilla, Dumbo su amigo fiel, (un dachshund de grandes orejas y cuerpo alargado).
        Ella ya está acostumbrada a ser mirada con una extraña mezcla de pena y asombro por aquellos que se cruzan en su camino.    El tener un ojo de cristal, no le impide darse cuenta de la falta de valentía o tal vez de la prudencia, ante las ganas de preguntar que le ha pasado.
              En su rostro y cuello, aún persisten las cicatrices producidas por el ácido sulfúrico y sus cejas pintadas intentan dar forma a la cuenca de sus ojos, que reposan sobre una nariz desfigurada.
         Recuerdos de un día que jamás podrá olvidar.  Tal vez ese día, que con la intención de quitarle la vida, aquel mal hombre,  hizo renacer en su alma las ganas de luchar, las ganas de vivir.
    Carlota baja la mirada, inclina la cabeza, para mirar a Dumbo.  Camina con desparpajo moviendo su rabito al compás de sus cortas patas y cuando se nota observado alza su carita y ladra pidiendo un cachito de rosquilla, que sabe que Carlota siempre leva en el bolsillo de su abrigo.
      Dumbo, ese amigo fiel, el que cada noche, duerme sobre la alfombra de lana a los pies de su cama, atento a cualquier ruido, para que nada ni nadie perturbe el sueño de su compañera de viaje.
 (Una lágrima de alegría recorre su pómulo izquierdo al recordar aquella mañana).
          Tras varias semanas ingresada, le daban el alta hospitalaria.  
  Era una mañana fría, una casa vacía la esperaba.  En su andar pausado, observaba a una sociedad cambiante ante esa lacra que la consumía.
        Un cambio que llegaba demasiado tarde para ella y muchas otras.
           Un cambio demasiado lento, para esas adolescentes que salían de aquel instituto.
                 Un cambio necesario, para el que nadie, parecía tener prisa.
           En un rincón, agazapado, tiritando, un cachorro de grandes orejas la miraba con ojos tristes.     Se acercó a él, lo acarició, quitó la chaqueta guateada de encima de sus hombros para envolverlo en ella antes de en sus brazos apretarlo contra su pecho y juntos irse a casa.    Ya no estaba vacía. Esas primeras sopas de leche puestas al fuego serían compartidas por los dos.   Era cuestión de supervivencia. Nadie más que ellos podían darse lo que necesitaban. Nadie, solo ellos dos, podían entender lo que sentían.


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