miércoles, 4 de julio de 2018

Graciñas


  

            En aquel cuarto, donde una pisada incorrecta o un tropezón, provocaría el que se descascarillase el techo de la planta baja. Se encerraban los misterios de la vida y de la muerte. Los interrogantes que el infinito escondía tras de sí. La posibilidad de la culminación del amor y el fracaso de la las sombras. La supremacía del intelecto, sobre las sombras de la ignorancia.
          Tan solo un ventanuco, abría sus brazos a los rayos del sol y a la curiosidad e la luna. Tan solo por él, entraba aire fresco y limpio, cuando se abría por necesidad para evacuar los gases infernales que corrompían sus vías respiratorias, tras alguna mezcla inadecuada de productos químicos.

          Allí, durante horas, el ayudante del aprendiz de sueños, el acompañante del moldeador de ángeles. El admirador del alma de luz.  No tenía la obligación de entender nada y nada que aprender. Solo estar allí y recordar en el futuro. Entonces comprendería todo lo que aprendió con su presencia.

         Los virus de la paciencia, bondad, amistad.
  Las enfermedades de la humildad y la solidaridad.
La inconsciencia y la credulidad en lo que es justo.
           Todo sin saberlo, fue lentamente inoculado en su mente en aquel cuartucho.   Los libros de Fulcanelli y los relacionados con signos cabalísticos, así como todo lo esotérico, debía de esperar.           El pequeño ayudante tenía la mente ocupada en componer poemas de amor adornados con simples melodías y precarios acordes de guitarra.

            Una noche del mes de octubre, involucionó a una realidad, a eso que nunca había querido ver. Los papeles firmados, implosionaron en la penumbra de aquella carpeta, que quedó cerrada para siempre.
     Sus alas se batieron desbocadas hacia ninguna parte, con el único deseo que nunca hubiese vuelta atrás. Los caminos de la sin razón, tenían miles de bifurcaciones que no conducían a ninguna parte, pero eso daba igual con tal de alejarse de la verdad.        Nada había que lo retuviese.       El aprendiz al que ayudar, también había volado y los recipientes con el azufre reseco, dormían amontonados sobre la mesa junto a unos pergaminos quemados por el vaho emitido por el ácido sulfúrico.

      Hoy se mira las manos.        Del lejano cuarto, nada queda en ellas.  Las pone en su pecho y entonces SÍ.
              Su corazón sigue impregnado con aquello que sin saberlo, sin apreciarlo como una enseñanza.  Los vapores de aquellas palabras que parecían un cuento de hombres locos y con barbas, aquellas sensaciones en las noches estrelladas, sin querer dormir, con el único afán de estar ayudando sin ayudar a nada, le habían ido calando como lluvia fina hasta llegar muy dentro, tan dentro, que jamás perderán su esencia.





   


4 comentarios:

  1. Admiro el arte con que escribes porque logras que el lector se sumerja en tu mar de pensamientos, sentimientos y emociones, trasmitiendo sensaciones de nostalgia, melancolía y en otras de placidez y felicidad. Escribes con vida y me encanta. Gracias por compartir querido amigo Carlos Torrijos. America Santiago.

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    1. ¿Somos? ¿Estamos? No lo sé, al menos lo intentamos.

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  2. Artistazo tú, Carlos Torrijos!!

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