Busqué la pequeña puerta y la empujé con fuerza hasta que sus oxidadas bisagras chirriaron lamentándose del olvido.
Allí, en la oscuridad, al fondo, en un rincón llena de polvo y telarañas encontré una canica de cristal dormida en un guá; me agaché, la cogí entre mis manos e intente encontrar al niño introvertido, delgaducho y con gafas de culo de vaso, pero no estaba, su brillo se había empañado con el paso del tiempo.
A unos pasos, sobre una silla de anea hallé unas cuerdas rotas de guitarra y un papel hecho trocitos, lo intenté recomponer para recordar al adolescente rebelde que había escrito aquella poesía a modo de canción, pero solo pude reconstruir el titulo “adiós” también se había marchado.
Seguí buscando, cerca en una pequeña caja de cartón, un corazoncito roto en mil pedazos, los uní uno a uno para recuperar a ese chaval enamoradizo que cantaba cada noche al amor más limpio que pudiera existir; primero los más grandes, luego los pequeños, hasta que solo quedaban partículas, las pertenecientes a su forma e identidad, por lo que solo me digné a acercarlas al resto.
Volví la vista, en el suelo, un crucifijo; me arrodillé frente a él con intención de rezar. ¿Para qué voy a suplicarte lo que no me puedes conceder?
Me levanté, seguí hasta un banco de piedra buscando a esa persona amable y solidaria con los que la necesitaban, su sitio estaba vacío, el banco solitario y frio no le servía como razón para existir.
Al fin algo alegre, allí, sobre una mantita de cuadros, amontonados unos juguetes de colorines, me apresuré, todo fue en vano, la persona juguetona y cariñosa con los pequeños, los dejo abandonados encerrándose en sí mismo.
Desolado crucé de nuevo la pequeña puerta y sin mirar atrás, seguí con mis que haceres.
Ya estaba todo apagado, me iba para casa. Una mujer entró con su niña, quería conectarse a internet para que la niña pudiera hablar con su padre.
Sin pensarlo dos veces encendí un ordenador, la senté en la silla, le conecté la cámara y le coloqué los cascos y el micrófono. Al momento, ella, se puso de pie sobre la silla, mientras en la pantalla veía a su padre que estaba a miles de kilómetros; Según ella sola se reía, gritaba y hacía bobadas, por la pequeña puerta fueron saliendo una a una las personas que había estado buscando y me volvieron a saludar, a decirme, hola, estamos aquí.
No sé cuanto hará falta para engrasar esas bisagras, limpiar la yedra e incluso derribar el muro, para que de nuevo entre la luz en ese espacio, no sé si merecerá la pena, ni tan siquiera si mañana me acordaré, pero hoy es hoy y estoy feliz, mañana "dios" dirá.
Objetos viejos y casi olvidados que custodian nuestos recuerdos y se vuelven de carne en un momento, a traves de otras sonrisas y otros gestos. Me ha encantado Carlos!! Enhorabuena, amigo.
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