Era una noche de invierno, noche de Enero, la noche entre Santa Honorata y Santa Cesárea. En un pequeño lugar de la meseta, situado en el margen izquierdo del rio Tajo a pocos kilómetros de su nacimiento y desde donde se observan claramente los principios de la serranía de Cuenca, toda su escasa población dormía, todos menos yo.
Cada vez que Morfeo intentaba abrazarme, se veía sorprendido por esos ronquidos feroces que mi abuelo emitía en la cama de al lado y cada vez martilleaban con más fuerza en mi cabeza.
Decidí levantarme e irme a la cocina, allí, miré el reloj que colgaba de la pared, sus agujas metálicas, siempre brillantes, marcaban las tres y diez; puse el transistor sobre la mesa, eché unos palos a la chimenea y me senté junto a ella en esa silla bajita, con las patas cortadas que mi abuela utilizaba siempre para observar la lenta cocción del potaje en aquella olla de barro que colocaba en las trébedes en la parte derecha del rescoldo.
Prestaba atención a las frases entrecortadas que el locutor decía, era un programa que hablaba de la naturaleza, de los ríos, vegetación, fauna de un determinado lugar, eso de la naturaleza.
Allí al abrigo de las brasas pasé toda la noche, los cristales empañados dejaban imaginar la crudeza del tiempo que hacía en el exterior, el cielo estaba totalmente raso, y el resplandor de la luna iluminaba ligeramente una calle sin ningún tipo de alumbrado.
Cuando despertaba el alba y la claridad se hacía más intensa me aproximé a la ventana, con el visillo, hice un circulito en el vaho para poder ver que el suelo de la calle, estaba blanco, cubierto de letras heladas y alguna que otra palabra completa, AGUA, había sido la más vulnerable a la baja temperatura, entendí, que ni las ondas de la radio habían soportado el rigor de la noche, de ahí que se interrumpiese la locución de manera intermitente a cada instante.
Los pinganillos de hielo colgaban como por arte de magia de los tejados escarchados, brillantes, reflejando los primeros rayos de sol.
Volví a la alcoba, estaba helada, me tapé hasta las orejas, para intentar que mi aliento templase el aire contenido entre las sábanas, mi abuelo seguía roncando insistentemente. Al poco tiempo, de pronto se hizo el silencio, se incorporó, cogió de la mesita el cuarterón y el librillo de papel, como cada mañana se lió un cigarrillo, lo encendió y al momento empezó su tos perruna, según él, servía para abrir bien los pulmones y desperezar la mente. Sentí un par de bastonazos en el lomo y su voz bronca:
.- Vamos chico, que hay que atender el ganado. Y se fue refunfuñando por el pasillo
.- cuando yo tenía tu edad, antes de que amaneciese, ya llevaba yo una hora en el campo y aún no me he muerto.
Me puse la ropa de trabajo; cuando llegué a la cocina, el había echado una gavilla de sarmientos a la lumbre y me esperaba sentado a la mesa mientras se hacia el café de puchero que tanto me gustaba.
.- ¿qué tal la noche?, ¿has dormido mucho?
.- bueno
.- no mientas, no has dormido nada
.- que le vamos a hacer
Mientras él ponía los tazones de porcelana, a mí se me cerraron los ojos apoyando le cabeza sobre los brazos cruzados en la mesa. Él cogió una gran toalla que había en una silla doblada, la echó sobre mi espalda y dijo sonriendo:
.- duerme mi pequeño, que ya le pongo yo la comida a los bichos.