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viernes, 4 de mayo de 2012

Jonás el grande


          Hace mucho, mucho tiempo, un enorme personaje, atravesaba el umbral de la puerta del local de ensayo del grupo Skarcha.
       Allí, se colocó delante de su amplificador algo parecido a un armario de cuatro puertas;   su pelo largo tapaba parcialmente su rostro, dejando ver el brillo de sus gafas una cuarta por encima del micrófono, mientras el bajo que colgaba de sus hombros a la altura de su cinturón parecía una guitarrita de juguete debido a su corpulencia.  Dijo que se llamaba Onís, aunque yo siempre lo solía llamar Jonás, (tal vez porque este fué, el que se tragó la ballena que se tragó a Jonás). 
         Ana, Oscar, Onís y yo, junto con distinta gente cada año, a la que tampoco se le va a quitar su importancia, logramos hacer una formación en la que siempre primó el ensayo diario, para poder ofrecer la mayor calidad musical y personal, para compensar la falta de infraestructura económica, así estuvimos varios años, hasta que por circunstancias que no merece la pena ni recordar, todo se fue al traste.
          No pasa nada, cada uno siguió su camino, pero la gran amistad que nos unía, nos empujaba a estar juntos.
        Hacían falta dos personas que trabajasen codo con codo, para una empresa de espectáculos, y allí estábamos los dos dispuestos sobre todo a trabajar, eso sí con una condición, juntos y a nuestro aire, nosotros organizaríamos nuestro trabajo.
       Otros años, en los que discutimos muchas veces, pero en privado, sabiendo pedirnos perdón, tantas veces como hizo falta; juntos, preparamos todo el material, viajamos, montamos e hicimos la parte técnica a diario, pasamos calor y frio, cansancio y sueño, por esas carreteras de dios, como ya lo habíamos hecho antes, y en todo ese tiempo siempre estuvo pendiente de mi.
   
       En Skarcha eran Ana y él, ahora Ana cuidaba de mi en casa, pero él seguía haciendo lo mismo: sudando la gota gorda bajo el sol, para que yo no cogiese los trastos que más pesaban, intentando hablar y pellizcándose en las piernas por las noches para no dormirse y hacerme compañía mientras conducía, enfrentándose a cualquier cosa o persona, que pudiese alterar mi tranquilidad, y muchas más cosas que parecen no tener importancia, pero que la tienen y mucho.

          Ahora después de tanto tiempo, estamos cada uno a lo suyo, como es natural, yo tan flacucho, y él con sus pelos, sus gafas, tan grandote como siempre, igual que aquel día que entró por primera vez en aquel local de ensayo.    Sigo recordando aquel día, y me gusta decirme en voz baja:           Carlos eres un tío con suerte.

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