Ay, la señora
Lucinda; toda la vida sola.
Bueno, sola, sola,
no.
La niñez, la vivió junto
a sus padres y hermanos en aquel pueblecito perdido de la montaña asturiana,
hasta que con la mayoría de edad, fue a buscar suerte a la gran ciudad; allí conoció a un joven y al tiempo se casó y
se fueron a vivir a un núcleo minero. Su
marido no resultó ser la joya que se merecía. Gran
trabajador según sus compañeros, pero hacía su vida de la mina al bar, del bar
a la cama a dormir la mona y cuando se levantaba, otra vez a la mina, hasta que
un desprendimiento, se lo llevó para el otro barrio; ese en el que las lápidas blancas
contrastan con la negrura del carbón.
Por suerte, siempre tuvo
al lado a su gran gato; un animal de pelaje brillante y grandes ojos (regalo de
boda de una amiga algo tacaña “todo hay que decirlo”).
Debajo de la mesa, cada
mañana, ponía agua limpia en un cuenco y del plato, cambiaba las galletas por
unas recientes y tiernas. Luego, se sentaba y mientras se entretenía
haciendo punto de cruz “hasta que la
vista y las manos dejaron de prestarle esa opción”, le contaba historietas, anécdotas a veces
inventadas de cuando era pequeña y de aquel lugar al que nunca regresó.
Una noche de calor, como
tantas otras, la ventana del salón estaba entreabierta para que corriese el aire.
Algún animal, posiblemente otro
gato, entro en busca de las galletas. El caso es que a altas horas, serían las
tres; desde el cuarto donde dormía, oyó un ruido; como un restallido contra el
suelo y de repente un gran golpe de viento abrió la puerta de su habitación.
La señora Lucinda se levantó;
allí bajo la mesa estaba el gato tumbado, la cabeza separada del cuerpo, las
orejas y el morro hechos añicos, las patas delanteras cada una por su lado y el
agua del cuenco esparcida por el suelo.
Recogió pedacito a pedacito, intentó
reconstruirlos pegando cada pieza en su sitio con sumo cuidado pero era una
misión imposible para una persona mayor con el pulso poco firme.
Ya no comía como antes,
parecía no prestarle atención a sus historias,
quedó tullido, apoyado en un
cachito de teja para mantenerse erguido.
Pasados los
meses, decidió envolverlo en una linda y suave toalla y llevarlo a reposar bajo
tierra en una pradera cercana que siempre estaba iluminada por la luz del sol donde las flores y el pasto dibujaban figuras realmente bellas.
Cuando volvió a casa,
puso una manta doblada bajo la mesa y allí, apoyando su cabeza en un cojín se
durmió junto al cuenco y el plato aún con galletas.
Nadie sabe cuánto tiempo
pasó. Cuando la hallaron, su cuerpo
había desaparecido de entre sus ropas.
Tan solo su cara bajo
el pañuelo negro de cabeza y sus manos entrelazadas asomando por las mangas de
la blusa convertidas en brillante porcelana.
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