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viernes, 18 de abril de 2014

Una lagrima de agonia

    Comienzan a interrumpirse los murmullos de la gente, el paso, está empezado a tomar la curva de acceso a la calle del peso.   Entre el silencio, se dejan oír los golpes débiles, secos, acompasados de los palos de las horquillas sobre el suelo de piedra.
    Tras unos momentos de incertidumbre.    Una silueta con capuz rojo, capa amarilla y en su mano derecha, una vara metálica con una bola en su parte superior; es el jefe de paso que aparece de espaldas, dirigiendo la salida de la calle del peso.
    Luego los fieles banceros portando el paso a hombro cambiado por la parte interior de banzos y andas; debido a la estrechez de dicha salida.

     Lentamente tras un farol, aparece la talla de Juan, cabizbajo, con las palmas de las manos abiertas al final de sus brazos  extendidos, diciéndole a los mayores y nostálgicos del lugar: Aunque no la veáis con vuestros ojos desde hace ya casi cincuenta años, aquí continúa Magdalena, postrada bajo los pies de su maestro.   Al tiempo que se deja ver una mano izquierda clavada a un madero.
    Dos o tres pasos más, para mostrar a aquel hombre derrotado, con los ojos entornados bajo una corona de espinas, con la mirada perdida, como esperando la hora de reunirse con su padre.

 

   María, desconsolada, espera de pie bajo la cruz, donde los costillares de Jesús, marcan la cercanía de su agónico final.
 


    Girando paso a paso, con lentitud, encaran la cuesta pronunciada de la calle Alfonso XIII, que les hará llegar hasta la plaza mayor.
     En ese momento, María, esa mujer, virgen y madre, muestra su expresión pidiendo clemencia con las manos entrelazadas a la altura de su pecho; un gesto extremo de desolación, algo que solo una madre que ve como pierde la vida de un hijo puede entender.  Deseando detener el tiempo para que nunca suceda y rogando que se apresure el final para acabar con su sufrimiento. Sentimientos tan emotivos como las palabras de su hijo intentando alzar su mirada hacia el cielo: (Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen).
   El crucificado, casi no tiene fuerzas para mantenerse erguido, su espalda se va separando levemente de los maderos de donde cuelgan sus brazos, soportando el peso de todo su cuerpo; sus rodillas ensangrentadas y dobladas, parecen temblar con el vaivén del andar de los banceros.
     Tres golpes se oyen nítidamente, es la orden de parar, apoyar con firmeza los banzos sobre austeras horquillas y volverse a colocar por el exterior de las andas doradas, adornadas con flores sutilmente y custodiadas por cuatro tristes faroles uno en cada esquina; es el tiempo de tomar se un respiro y felicitarse por un trabajo milimétrico bien hecho.
   Continúa la procesión. Tras unos minutos, pasando las filas de cofrades con distinto color de vestimenta aparece Longinos;  ese hombre a caballo que le hundirá la punta de su lanza en el costado para acortar su AGONÍA, esa misma que da nombre a ese Cristo.
         Otra Semana Santa más,  viernes santo, acompañado por los miembros de su hermandad; ataviados con túnica amarilla llena de devoción, fajín rojo sujetando sus almas afligidas a la altura de la cintura y rojo capuz cubriendo el gesto penitente de su rostro; en el calvario, el Cristo de la Agonía, recorre entre el silencio sentido de la gente llana las calles de nuestra  pequeña y querida ciudad.

   Para Pepe Morón y familia (los Morones)

 

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