Comienzan
a interrumpirse los murmullos de la gente, el paso, está empezado a tomar la
curva de acceso a la calle del peso.
Entre el silencio, se dejan oír los golpes débiles, secos, acompasados
de los palos de las horquillas sobre el suelo de piedra.
Tras unos
momentos de incertidumbre. Una silueta
con capuz rojo, capa amarilla y en su mano derecha, una vara metálica con una
bola en su parte superior; es el jefe de paso que aparece de espaldas,
dirigiendo la salida de la calle del peso.
Luego los
fieles banceros portando el paso a hombro cambiado por la parte interior de
banzos y andas; debido a la estrechez de dicha salida.
Lentamente
tras un farol, aparece la talla de Juan, cabizbajo, con las palmas de las manos
abiertas al final de sus brazos extendidos,
diciéndole a los mayores y nostálgicos del lugar: Aunque no la veáis con
vuestros ojos desde hace ya casi cincuenta años, aquí continúa Magdalena,
postrada bajo los pies de su maestro. Al
tiempo que se deja ver una mano izquierda clavada a un madero.
Dos o tres
pasos más, para mostrar a aquel hombre derrotado, con los ojos entornados bajo
una corona de espinas, con la mirada perdida, como esperando la hora de
reunirse con su padre.
María, desconsolada,
espera de pie bajo la cruz, donde los costillares de Jesús, marcan la cercanía
de su agónico final.
Girando
paso a paso, con lentitud, encaran la cuesta pronunciada de la calle Alfonso
XIII, que les hará llegar hasta la plaza mayor.
En ese
momento, María, esa mujer, virgen y madre, muestra su expresión pidiendo
clemencia con las manos entrelazadas a la altura de su pecho; un gesto extremo
de desolación, algo que solo una madre que ve como pierde la vida de un hijo
puede entender. Deseando detener el tiempo
para que nunca suceda y rogando que se apresure el final para acabar con su
sufrimiento. Sentimientos tan emotivos como las palabras de su hijo intentando
alzar su mirada hacia el cielo: (Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen).
El crucificado,
casi no tiene fuerzas para mantenerse erguido, su espalda se va separando
levemente de los maderos de donde cuelgan sus brazos, soportando el peso de
todo su cuerpo; sus rodillas ensangrentadas y dobladas, parecen temblar con el
vaivén del andar de los banceros.
Tres
golpes se oyen nítidamente, es la orden de parar, apoyar con firmeza los banzos
sobre austeras horquillas y volverse a colocar por el exterior de las andas
doradas, adornadas con flores sutilmente y custodiadas por cuatro tristes faroles
uno en cada esquina; es el tiempo de tomar se un respiro y felicitarse por un
trabajo milimétrico bien hecho.
Continúa la
procesión. Tras unos minutos, pasando las filas de cofrades con distinto color
de vestimenta aparece Longinos; ese
hombre a caballo que le hundirá la punta de su lanza en el costado para acortar
su AGONÍA, esa misma que da nombre a ese Cristo.
Otra Semana Santa más, viernes santo, acompañado por los miembros de
su hermandad; ataviados con túnica amarilla llena de devoción, fajín rojo
sujetando sus almas afligidas a la altura de la cintura y rojo capuz cubriendo
el gesto penitente de su rostro; en el calvario, el Cristo de la Agonía,
recorre entre el silencio sentido de la gente llana las calles de nuestra pequeña y querida ciudad.
Para Pepe
Morón y familia (los Morones)
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