. Felipe y soledad, dos jóvenes apuestos y siempre a la última, que solo se conocían de vista, pero tenían mucho en común. Los dos habían empezado una carrera en la universidad, solían frecuentar los mismos garitos de copas, ciertos amigos eran comunes y cada fin de semana abusaban del alcohol y terminaban acostándose en una cama diferente. Un domingo al despertar, por el pasillo que llegaba hasta la habitación, se encontraban las ropas esparcidas por el suelo. La luz del amanecer, iluminaba sus cuerpos desnudos y dormidos sobre aquel edredón.
En aquel piso que compartía una amiga con otros
estudiantes, la resaca les hizo permanecer dormidos hasta el medio día. Él se levantó sin hacer ruido, fue recogiendo
su ropa hasta el salón donde se vistió sentado en el sofá y se largó sin decir
ni adiós. Ya en la acera miró hacia los
lados para situarse, para saber en qué lado de la ciudad se encontraba y
hacerse una idea de por donde volver a casa más rápido.
Ella siguió acostada hasta la tarde. Entre sueños
debió pensar: menos mal que se ha ido, la cama para mi sola. La misma pasión caracterizó el encuentro y la despedida, una noche más vivida y una menos por
vivir.
A los
tres meses se estaban casando apresuradamente debido al embarazo producto de
una noche como tantas otras de borrachera y a la sugerente amenaza de muerte
por parte del padre de ella si no se limpiaba la honra de su hija.
Unas horas de las cuales no guardaban ni tan
siquiera un recuerdo, habían malogrado su carrera, el futuro y las ilusiones
por jugar al amor sin buscar la persona con la que compartir el resto de sus días.
La búsqueda de trabajo, por su falta de experiencia,
se limitaba a unas horas en fines de semana como extra en un restaurante para
recoger las mesas, lo que le generaba no más de seis mil de las antiguas
pesetas al mes. Las noches llenas de
luces giratorias se habían convertido en días cubiertos de sombras e
incertidumbre. Las carpetas y apuntes,
habían quedado renegadas a un rincón de la habitación para nunca jamás ser
usados. En aquella cama de ochenta, dormían pegados uno al otro, esperando que
algún sentimiento más profundo surgiese entre los ellos, o simplemente para no
caerse, debido a la estrechez del colchón.
A los seis meses de dicho evento, nació Amalia y
cinco minutos más tarde veía la luz Alejandro.
Los pequeños crecerían en un entorno lleno de hostilidades. Por la falta de recursos económicos y de
espacio en casa de sus padres, Felipe,
se vio obligado a trasladarse junto a su
esposa e hijos al pueblo natal de ella. A vivir en el caserón de sus padres y trabajar en las tierras y la
granja. Antes de aprender a manejar el
tractor, el olor del estiércol, ya estaba metido en su piel. La jornada era
desde que se hacía de día hasta la puesta de sol. Pasó de ser el señorito de la casa a verse
como un esclavo de su suegro. A este, no le importaba darle unos billetes de
vez en cuando para que alternase con los mozos del lugar. Cada vez que podía,
se escapaba con cualquier excusa a la ciudad, donde aparte de visitar a su
familia, aprovechaba para desahogarse con alguna que otra juerga. Solo había una condición muy clara: que en
ningún momento llegase a saberse nada de sus escarceos en el pueblo, o él mismo,
sería quien cavase a pico y pala su propia tumba. Era algo normal, siempre todos los hombres en
la familia lo habían hecho igual y nada tenía porqué cambiar.
De puertas afuera se intentaba dar una imagen de que
la convivencia matrimonial transcurría con normalidad, pero solo se engañaban a
ellos mismos, todo el pueblo sabía lo que allí sucedía. El aspecto físico de
ella fue pasando de la pulcritud, especialmente reflejada los domingos por la
mañana para ir a los servicios religiosos y el consabido vermut, a la dejadez
de las zapatillas de andar por casa. Los
paseos de la pareja cogida del brazo, algunas tardes de sábado, junto a la
chopera en compañía de los peques,
dejaron sitio a la clausura en la celda voluntaria de su habitación, no
saliendo ni a comprar, por no vestirse.
Los pequeños fueron creciendo bajo las faldas y cuidado
protector de su abuela. La tiranía del abuelo, la pasividad de la madre y el
resentimiento del padre. Su entrada en preescolar,
les hizo empezar a darse cuenta dentro de su poco entender, de lo diferente que
era la relación con sus padres, con respecto a los demás compañeros de aula.
Contaban ya los siete años de edad, cada día después
del colegio donde eran alumnos aventajados y haber hecho los deberes, empezaban
a tomar caminos distintos, la realidad que vivían era la misma, pero cada uno
pesaba la culpabilidad de lo que sucedía cargándola en un lado de la balanza
dependiendo de sus influencias.
Amalia era más fuerte, siempre andaba con su abuelo,
este le enseñaba a poner trampas para cazar animales, le gustaba desollarlos
con él y curtir sus pieles cuando llegaba el otoño, y que así estuviesen listas
para con pucheros pequeños de barro y
cañas que irían a cortar al río, fabricar bonitas zambombas, que hacer sonar en las fiestas de navidad.
Daba igual que se hiciese de noche, el frío o el calor, el sol o la lluvia,
ella cada tarde junto a sus perros y su viejo abuelo tenían siempre algo que
hacer en el campo o en la granja. Daba igual ir a sembrar o vendimiar, echar de
comer al ganado o ayudar en el nacimiento de un ternero. Su ilusión era hacerse lo bastante grande y
estar preparada para lo único que su abuelo le tenía prohibido por el momento... Echarse la escopeta a la cara, apoyarla en su
hombro y apretar el gatillo. Su padre
sería la pieza si osaba en algún momento a abandonar a su madre y el jefe de la
familia ya no tenía genio o fuerzas para hacerlo.
Por el contrario Alex, más debilucho, enfermizo y
delgado desde su nacimiento, siempre se quedaba en casa, en la cocina junto a
su abuela. Le gustaba repasar con ella
las lecciones de historia y geografía, los tiempos de los verbos. Cuando hacían problemas de matemáticas, con
esa edad muy simples, los leían y releían una y otra vez hasta entender
claramente el enunciado, ella los resolvía por la cuenta de la vieja, contando
con los dedos de sus arrugadas manos bajo los manteos de la camilla, para que
él no se percatase, siempre daba el resultado antes de que acabase de hacer las
cuentas y siempre acertaba, parecía cosa de magia, que lista era su abuela.
Cuando su madre salía de la habitación, donde pasaba
la mayoría del tiempo tumbada, era con el único motivo de acercarse a la nevera
para coger algo (chocolate casi siempre) las risas de la cocina enmudecían, su abuela
bajaba la cabeza y él la miraba con pena.
Esa mujer en pijama, despeinada, con el rostro dormido, alejada de todo
lo que tuviese que ver con el aseo personal y cada vez más entrada en carnes. Como podía pretender que su padre se sintiese
atraído por ella, si ella misma no se atrevía a desnudarse frente al espejo, ni
a pasar ante él por no darse asco. Que
panda de borregos que uno por uno no pensaban ni en sí mismos.
Entre tanto
el padre solo aparecía por casa cuando todos estaban ya dormidos y volvía a
marchar al amanecer, dejando como único rastro de que había estado allí, una
manta arrugada en el sofá y un tazón con los restos del desayuno sobre la mesa
de la cocina. Su vida se limitaba a
cuidar las tierras que la familia tenía alejadas del término e ir a la ciudad
un día a la semana con el fin de emborracharse, para poder ahogar así sus frustraciones.
Ya cumplidos los catorce, el abuelo decidió que lo
mejor que podía hacer por ellos, era mandarlos internos a la ciudad, donde
seguirían estudiando y así podrían ser algo en el futuro. La mañana de su partida fue la primera vez
que se sentó a hablar seriamente con ellos, los tres solos. .-mi buen dinero me
va a costar el que estudiéis los dos, solo os pido que me prometáis que no me vais a andar de picos pardos, si me
entero que alguno falta a su palabra, lo cuelgo del gran olivo que hay en el huerto hasta que deje de
patalear.
Luego antes
de subir al autobús, a cada uno les dio una fotografía pequeña de aquel olivo
para que la guardasen y al mirarla pudieran recordar su promesa.
Esa imagen se
quedó grabada en sus mentes durante mucho tiempo, solo con mirar la foto, de la
que nunca se desprendieron, un escalofrío les recorría todo el cuerpo.
Con el tiempo la situación se fue haciendo incómoda e insostenible. Las marcas que el alcoholismo iba dejando en
el padre, se iban incrementando. Las
fincas que tenía encomendadas para su cuidado se encontraban casi todas en
barbecho, desatendidas. Las fuerzas del
abuelo cada vez eran menos. La madre vomitaba
continuamente para perder peso y al instante volvía a la nevera o la despensa
para atiborrarse de nuevo con cualquier clase de dulces que encontraba.
Se vieron obligados a contratar gente para poder
atender las parcelas de labor y cuidar del ganado, el trabajo de todos los
obreros era supervisado por el abuelo, que se desplazaba de un sitio a otro con
su viejo land-rover.
El padre cada vez pasaba más tiempo en el bar
bebiendo o tumbado borracho en el sofá.
Día a día, las broncas en casa eran más intensas y se repetían con más
frecuencia, al final todos descargaban su ira con quien intentaba apaciguar las
ánimos, siempre la abuela.
Nadie reconocía sus culpas, todo era culpa de los
otros, Felipe, quería escapar de aquel infierno, pero la escopeta colgada en la
pared parecía tener atada la voluntad de huir de aquel lugar lleno de odio. Era muy cómodo aguantar y vivir de la sopa
boba ó quizás, demasiado arriesgado empezar de cero lejos de allí.
Pasando de la realidad, dedicados a sus estudios en
el instituto, los hermanos vivían en internados diferentes de la ciudad, no era
una urbe demasiado grande, pero tampoco hacían ningún intento por que sus caminos
se cruzaran. Incluso en vacaciones aprovechaban para realizar viajes a
distintos sitios con la excusa de mejorar su cultura e idiomas, con tal de no
estar en casa ni juntos.
Aquel verano por fin coincidió, por unos u otros
motivos, sin ponerse de acuerdo, la primera quincena de agosto, todos iban a
volver a convivir en aquella casa desde hacía tiempo. Era imposible no percibir lo que ocurría,
incluso intentando cerrar los ojos y taparse los oídos, no podían evitar el
darse cuenta de que la situación era insostenible por más tiempo.
A tal punto había llegado la violencia verbal y
algunas veces física en la casa, que los hermanos que llevaban mirándose con
odio o no mirándose desde hace años por sus posturas encontradas, no tuvieron
más remedio que sentarse frente a frente para hablar y tomar cartas en el
asunto, aunque nada se solucionase.
Acababan de cumplir los diecinueve. Habían terminado
el bachiller e irremediablemente ambos caminos parecían destinados a separarse
aún más.
Después de exponer y llegar a un acuerdo sobre sus
posturas, preocupaciones y metas durante varias noches a escondidas, decidieron
hacer una reunión familiar para poner sobre la mesa su decisión común, no
aceptarían que ninguno pusiese la mínima objeción a lo que habían acordado o
ellos se marcharían para siempre con todas las consecuencias.
Alex, deseaba cursar biología, tenía en mente
dedicarse en un futuro a la investigación dentro del campo de la alimentación y
los transgénicos, aunque para eso, antes debía de acabar la carrera y bien
situado dentro de su promoción para empezar a levantar el vuelo en el mercado
laboral.
Amalia, quería quedarse en el pueblo y encargarse
del funcionamiento de las fincas y la graja.
Cerca de allí se encontraba un centro escuela de formación para
capataces agropecuarios, donde podía asistir todas las mañanas a clase sin
desatender sus obligaciones.
El producto resultante, como hasta ahora, seguiría
siendo para la manutención de la familia y sufragar los gastos que de esta se
derivasen.
Alex tendría asegurada la financiación de la
carrera, con la única condición de no suspender ninguna asignatura. Al igual
que Amalia en la escuela de capacitación.
Los abuelos harían un testamento a nombre de los
nietos de todos sus bienes, citando que a su muerte, los beneficios o pérdidas
se repartirían al cincuenta por ciento y no se podría vender nada hasta pasados
diez años.
Amalia, mientras esa hora llegaba, se haría cargo de
todo, indistintamente junto al abuelo, darían las órdenes que creyesen pertinentes
para el buen funcionamiento tanto del personal contratado como financiero.
Cada miembro de la familia debería seguir una serie
de directrices para acceder a la asignación económica que ellos habían creído
justas.
Los abuelos se mudarían a la casa que tenían en la
plaza de la iglesia, con la única finalidad de que su vida fuera lo más cómoda
posible, la habían arreglado por completo y dotado de todas las comodidades con
el fin de alquilarla fines de semana y vacaciones a familias que querían pasar
unos días en el pueblo. Frente a ella estaba
el bar, donde el abuelo iba a jugar la partida de cartas y tomar un café
después comer y justo al lado la tienda donde la abuela había comprado siempre,
allí había de todo, pan, carne, pescado, legumbres, fruta, de todo, desde ropa
y calzado hasta productos de limpieza y costura.
Una señora, sería contratada para hacer la comida y
las tareas del hogar, así como para quedarse a dormir alguna noche si la
situación lo hiciera necesario.
Amalia viviría con ellos en la habitación del fondo,
esa pequeñita cuya ventana daba al patio trasero lleno de tiestos y
enredaderas. Sería una trabajadora más
de la empresa, asegurada y con sueldo a media jornada hasta que acabase sus
estudios.
Alex, viviría en el piso que sus abuelos tenían en
la ciudad, tendría una asignación de seiscientos euros al mes para su
manutención y gastos de luz y agua. En
vacaciones y como mínimo un fin de semana al mes, iría al pueblo para ayudar en
lo que fuese necesario y ver que todo seguía
según lo acordado. Una vez terminada la carrera entraría como un
trabajador más, hasta que encontrase un empleo relativo a su especialidad y
para él estaría siempre reservada la habitación abuhardillada que había en el
piso superior.
Los padres podrían disponer de sus vidas como les
apeteciese, pudiéndose marchar de allí desde ese momento. Mientras siguieran en el pueblo, vivirían en
la casona de las afueras, la que hasta ahora había sido el domicilio familiar.
Esta se reformaría para que cada uno tuviese su habitación, cuarto de baño y
una pequeña cocina independiente. Su alimentación estaría garantizada por una
dotación que Amalia pagaría directamente en la tienda. Cada uno de ellos
debería ir cada día a comprar, el saldo individual, no podría sobrepasar los
quince euros diarios, no se permitiría ni excesivos dulces ni alcohol, y en
caso de dejadez en el aseo personal, la cuantía se verá reducida a diez o cinco
euros diarios hasta fin de mes. Ninguna
otra persona podría entrar a vivir en aquella casa, aun que alguno ya hubiera
abandonado el domicilio. La asistenta de
los abuelos se encargaría de pasar algún día de la semana por allí para ver el
estado de limpieza en que se encuentra la casa y así poder tomar medidas. En caso de que alguno, quisiera colaborar
trabajando en la explotación, se le asignará un sueldo, sin que este afectase a
su dotación alimenticia.
Una vez expuestas las condiciones sin posibilidad de
impugnación, se acercaron a la pared, descolgaron la escopeta y Alejandro la
partió a la mitad cogiéndola por los cañones y dando un golpe seco a la culata
contra el suelo. Desde ese momento sus
padres eran ya libres, cada uno debería tomar la decisión de cómo, dónde y con
quien quería seguir viviendo.
Al cabo de unos años, doblaban las campanas, el
abuelo había muerto. Casi nadie excepto
la familia más cercana o sus trabajadores se acercó a despedirlo. Su nieta era
la que más sentía la pérdida tan repentina, casi sin avisar. El nieto llegó justo desde su alejado lugar
de trabajo para entrar en la iglesia y después acompañar al féretro hasta el
cementerio. Su mujer lloró fingidamente
su ausencia, en realidad estaba empezando a quererlo a partir de que su genio
ya no era tan soberbio como para temerlo. La hija salió a la puerta para despedirlo
a su paso por delante de la casona, embozada en una túnica y velo oscuros para
que nadie pudiera adivinar ni su cuerpo, ni su rostro. El yerno, ese día estaba demasiado ocupado,
destilando unas vallas de enebro que había recolectado días antes para hacer
orujo casero, desde hacía tiempo, su única preocupación.
En el camino de regreso a casa, Alex, le pidió a
Amalia que le dejase la foto que siempre llevaba en el monedero. Puso las dos
una junto a la otra y las hizo cachitos pequeños, dejando que el viento los
dispersase por la calle. Ella sonrió y
abrazó a su hermano con fuerza, como nunca lo había hecho.
Después de comer, Amalia se acercó al patio, metió
en el viejo land-rover algo envuelto en un saco de esparto y mandó a Alex que
subiera en el asiento del copiloto para acompañarla. Se fueron camino abajo, hasta el huerto. Allí
desenvolvió la motosierra, la arrancó con genio y taló el gran olivo con la lanza bien pegadita al suelo.
Con el árbol caído, se volvieron a abrazar, allí
quedaron: el olivo, la motosierra y el land-rover. Ellos se subieron caminando, juntos de la
mano dejando atrás el pasado.
Como hace el río hasta su desembocadura, la vida
sigue su curso y algún día cuando Amalia o Alejandro tengan hijos y estos les
pregunten por sus abuelos, seguro que ambos, maquillarán la historia, para no
volver a recordar la cruda realidad.
amen
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