Alberto, vivía junto a su
madre, en una humilde casa de los Tiradores Bajos. Los dos subsistían, gracias a una miserable
pensión de viudedad concedida por Francisco Coloma, (entonces ministro del
ejercito), pues su padre había sido considerado mutilado de guerra en el frente
nacional.
A la muerte de su
madre, debido a las deficiencias físicas que arrastraba desde la infancia a
consecuencia de una caída y su posterior amputación, a la altura del codo del
brazo derecho. Se le otorgó el
derecho a un dinero en régimen de orfandad gracias a Don Francisco Bermejo, (párroco del
Cristo del amparo) que decidió interceder
ante el gobernador civil, su Exea. D. Moisés
Arrimadas Esteban. El cual, accedió gustosamente a realizar los trámites
necesarios, para dicha concesión.
Todos los días a media mañana, como siempre,
con su pequeño transistor pegado al oído, se le veía bajar por medio de la
calle, y tras cruzar el puentecito, parar y asomarse a esas traseras verdes
voceando con la sana intención de saludar a los dueños de la lechería situada
junto a la puerta Valencia. Proseguía dando pausado paseo junto a la
orilla del río Huécar hasta encaminar la rampa que lleva hasta el convento de
los Padres Paúles y luego cruzar el puente de San Pablo, para
llegar hasta la plaza mayor y allí sentarse un rato en las escaleras de la
catedral.
Dependiendo de la temperatura y las
ganas, volvía por el mismo sitio, o se
encaminaba a la calle Alfonso XIII, por debajo de los arcos del
ayuntamiento, hasta llegar a los oblatos entre altos edificios coloridos, donde
cogía el callejón de los resfriados para bajando callejuelas escalonadas,
llegar al fin de nuevo al puente de la puerta Valencia y a su casa a comer.
Cuando cayó enfermo, lo llevaron al hospital
de Santiago (principalmente para gente sin recursos). Allí paso
varios meses en la primera planta, por una grave afección pulmonar. Una gran
sala, unas treinta camas con un amplio pasillo central donde estaban todos los hombres.
Una vez empezó a levantarse,
el médico le dijo que debía andar sin fatigarse y que todo iría bien, pero gracias a aquel párroco, y debido a que vivía
el solo en aquella pequeña casa a la que le faltaba de todo menos humedad, siguió
ingresado hasta su total recuperación.
Todas las mañanas después de
desayunar se bajaba a la planta baja, (allí estaba el dormitorio de mujeres),
en el centro había un bonito patio central con una preciosa fuente octogonal
que dejaba brotar cuatro chorros de agua fresca, con unos de jardinillos flanqueándola.
Enseguida hizo buenas migas con un señor
bajito, (Celedonio), que era el jardinero.
Con él conversaba a diario y
juntos oían su pequeño transistor. Celedonio le contaba historias, mientras
cuidaba de las plantas y él para no molestar las oía sentado en la fuente,
aunque aquello no le gustaba demasiado a las hermanas, pero hacían la vista
gorda.
Una vez le dieron el
alta, cambió su ruta de paseo.
Después
de pararse y santiguarse ante el convento de las monjillas, seguía el curso del rió por la calle de los Tintes, hasta coger la calle que lo llevaba por la
parte de atrás de correos y el banco de España, hasta la plaza del mercado y el
gobierno civil, para acceder a la plaza de Cánovas y después de una pequeña
cuesta visitar a su gran amigo en el hospital.
Nada más entrar, siempre decía lo mismo: .- si ves que molesto me voy. Pero
nunca era ninguna molestia, si no una compañía que agradecer. Allí pasaba un rato y se iba, esta vez por carretería
adelante, para llegar a la nueva iglesia de san Esteban y entre la diputación
con sus dos grandes tejos a la entrada y la escuela de Aguirre, donde había ido de
pequeño, llegar al restaurante los claveles. Le gustaba pararse a mirar el pequeño escaparate, siempre
limpio y lleno de manjares de la tierra que cambiaban poco a poco, dependiendo de la época del año. Después calle 18 de Julio adelante volvía de
nuevo al punto de salida.
Uno de esos días llego al hospital desolado
y triste, unos gamberros se rieron de él y le tiraron el transistor al suelo. La
carcasa de plástico se había roto.
Celedonio, le pidió a una monja por favor un
poco de esparadrapo, pegó la carcasa, y le volvió a poner las pilas. Cuando al girar la ruleta empezó a sonar, su
cara se volvió luminosa, empezó a besarlo, como si hubiera hecho un milagro fuera
del alcance de cualquier mortal.
Debido a que las hermanas no ponían buena
cara cuando lo veían llegar; empezó a
espaciar las visitas, no le echasen algún rapapolvo a su gran amigo, que seguía como siempre atareado con aquellas
plantas.
Ya
en verano, paseaba por la parte superior de la hoz del Huécar, pasada la cárcel
en el barrio del castillo, cuando comenzaron a oírse unos alaridos pidiendo más
que auxilio, eran estremecedores, todos los vecinos se acercaron
a las rocas a ver qué pasaba. En un mínimo despiste de la madre, un niño se
había asomado a mirar el río desde la altura del precipicio y su cuerpo se había
precipitado al vacío. Por suerte había quedado
colgado en el tronco de un pinacho que había nacido en la roca.
Unos
vecinos corrieron a llamar a la policía, otros a los bomberos, las mujeres
consolaban y sujetaban a la madre para que no hiciera ninguna locura.
Por
la parte de las huertas no había acceso para los camiones con las escaleras y
desde arriba la solución era bajar con cuerdas.
El tronco empezaba a debilitarse y un señor fue hasta su casa a coger
una larga soga para estar preparados cuando llegase la autoridad.
Alberto, dejo su transistor
en el suelo, se agarró con fuerza de la punta de la soga con su único brazo y
pidió que lo bajasen, para subir al pequeño, una vez llegó a la altura del
chiquillo; apoyó uno de sus pies con
cuidado en la base del tronco y lo ató como pudo por debajo de los hombros dándole
varias vueltas y diciéndole que se sujetase con todas sus fuerzas a la soga más
o menos atada dentro de sus
posibilidades. Se agarró también, todos,
hombres y mujeres empezaron a tirar con todas sus fuerzas. Un poco antes de llegar arriba, notaron
como el peso se aligeraba. Al que había arriesgado su vida por aquel
niño, se le habían agotado las fuerzas y
desfallecido por el cansancio abría su mano soltando la soga, quedaba solo como
siempre, a merced del abismo hasta chocar bruscamente contra el suelo que lo acogía
con sus brazos abiertos.
Al día
siguiente, el que tanto le ayudó, oficiaba su funeral. El Cristo del Amparo estaba lleno de gente rindiéndole homenaje en su despedida,
siempre estaría presente en ellos su gesto valiente y desinteresado.
Después
de aquello, nadie puso una lápida ni una simple cruz con su nombre, en aquella
tumba prestada, hecha para los que no tenían donde ser enterrados.
En el día de de los difuntos, ni una flor
sobre la tierra que lo cubría. Quién sabe si en algún sitio se escuchó una
oración por su alma o ni si quiera eso.
Llegada la primavera empezaron a crecer
hierbas, entre todas ellas, nacieron unos bonitos pensamientos, fruto de unas
semillas que había traído el viento.
Sí, el viento del abismo de los hocinos, el
único que cada año depositaba sobre su tumba semillas. El viento de la hoz del Huécar que hacia un largo recorrido para llegar al cementerio. El viento, el
único que se acordaba cada primavera de él.
Qué bonito y qué triste
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