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viernes, 2 de octubre de 2015

VAIDELUNA cap .- 8

  
     El sol luce radiante.  Estamos en la época en que más cortos son los días y se aprovechan al máximo las horas de luz.

        Bajo el gran manzano, los niños revolotean jugando a ver quien pilla a quien.    Las niñas, miman a alargados guijarros, envueltos en una tela vieja. Boca, grandes ojos pintados, conforman su cara, bajo unas pajas pegadas a forma de peluca.

      Marcelo, se queda fijamente mirando a lo alto.      A su mente, le viene la imagen de su madre, al ver aquella grande y roja manzana.       La más hermosa de todas, la que anida en la rama más alta.  Que regalo más sabroso  y extraordinario para llevar a su madre.

          La infancia grita, la gente corre, las calles tiemblan bajo las zancadas de Tarsicio, que se aproxima con unas parihuelas bajo el brazo.      La pena y la impotencia, se alojan en los habitantes de Valdeluna.

     Un el suelo, como un guiñapo, inmóvil, sobre un gran charco de sangre, está Marcelo.     Sus ojos abiertos con grandes pupilas de mirada perdida, su garganta traga la saliva con esfuerzo, esperando a decir su última frase.
  
      Ella se acerca, las rodillas, aloja en la tierra, su mano temblorosa, sujeta la quebrada cabecita de su pequeño. Marcelo mira a lo alto, allí sigue la manzana.   
   .-lo siento madre, no te la logré coger.


   Ya lo llevan a casa.    Las parihuelas portadas por ocho hombres se aproximan a la puerta abierta de par en par para que entre un cuerpo aparentemente sin vida.  Tan solo su cansada respiración agónica y el gesto de dolor que ese rostro  emite, hace que una brisa de esperanza se incruste en el corazón de su desolada madre.

   Cuatro horas, a tardado Tarsicio en colocar minuciosa- mente cada hueso en su sitio y coser sus heridas.      Su quijada desencajada muestra pesimismo, el niño no se queja en ningún momento, pero su dolor es grande,  los parpados, le sangran de tanto apretarlos uno contra el otro.          Únicos músculos, sobre los que parece, aún conserva el control.

     Ya era hora. Entra en casa Matías, con un puñado de plantas que le ha mandado traer Tarsicio y que solo en lo alto de la colina se encuentran.  Nadie como él las ve a diario y sabe donde localizarlas.       Sus medidas en la infusión se realizaran con el dictamen y supervisión de Aproniana.   Las plantas del bien y del mal, ni las comen los animales, por algo será.
      
   Tarsicio, con paciencia, ha introducido un tubo hueco, por él, poco a poco, casi gota a gota, se irá procurando alivio a ese cuerpo que se sabe, con las horas contadas.

       El efecto de la pócima y la extenuación, le han dado una tregua a su rostro.  Se ha quedado dormido.   Junto a él, sus padres, no pierden ni un momento de vista su desnudo pecho, que se mueve lento, pero constante.


     Han pasado así diez largos días.       El caldo de gallina vieja que su madre con paciencia le va  poniendo en el tubo con la yema de sus dedos, lo va manteniendo. Las heridas externas le han dejado de supurar.  Como cada amanecer, Tarsicio, pasa a verlo y como siempre sale sin decir nada, a la espera de que despierte, de ese profundo sueño en que la matriarca lo tiene sumido.

    Hoy la infusión es más clara. Sus ojos parecen querer abrirse y su rostro muestra de nuevo indicios de dolor.
  Su madre, apoyando la cabeza en la almohada, susurra palabras a su oído, le recuerda todas aquellas cosas que hacían juntos, con las que tanto se divertían y el padre, observándolo, intenta adivinar una pequeña mueca en sus labios. 
    
       Tarsicio observa con estupor cómo según pasan los días, su cuerpo inflamado quiere estallar, su piel,  se va ennegreciendo, el dolor se representa más intenso en sus expresivos ojos cerrados y su orina cobra un color pardusco y un olor nauseabundo. Con una gruesa aguja, ha pinchado todo su cuerpo, no da ningún síntoma de sensibilidad.
     Las dos mujeres, sujetando cada una, una mano del chaval desde ambos lados de la cama, callan y se tragan sus pensamientos.   Sus miradas cortantes, se cruzan no queriendo encontrarse, intentando dilatar en el tiempo la verdad.  No hace falta decir nada, los ojos quietos de la anciana, llevan implícita una pregunta.     La mueca a modo de puchero sumiso y abnegado de la madre deja escapar la dura respuesta.

           Aproniana, introduce con decisión su mano en la faltriquera, en suave pañito envuelto, lleva el minúsculo  frasco donde guarda el jugo extraído de las plantas, con el cual dosifica las infusiones calmantes.
     Sin retirar la mirada, lo posa sobre la sábana;
.- una gota calmará su dolor
        Dos, le permitirán dormir
            Tres, acabarán con su agonía.
Después se retira.  De nuevo, la madre y el hijo quedan solos.   Contra la puerta cerrada, apoya un pesado baúl, con nadie quiere compartir esas horas, que le quedan de estar aferrada a la vida que salió de sus entrañas.

  Llegó la noche. Valdeluna parece dormida.  Pero nadie es capaz de conciliar el sueño.     
           El perro, fiel compañero de corredurías, le aúlla a las estrellas como nunca antes lo había hecho.  El padre sale a silenciarlo, pero se sienta junto a él, buscando en el universo el sitio a que dirigir la mirada.     Intentando ver con los ojos de su amigo aullador.     Ambicionando percibir un atisbo, aliento de indulgencia, en que poder reconfortarse.

       Su madre, se chupa la yema de los dedos.   Abatida por el cansancio acumulado.  Ella, también ha quedado dormida sentada en una pequeña silla, con el cuello retorcido y la cabeza apoyada sobre la almohada.
Cuando la luz del alba entra por la ventana, su niño ya no respira. El ahogo de la cara empapada por regueros de lágrimas, se contrapone con la linda sonrisa alojada de nuevo en un rostro sin dolor y en paz, queriendo dar gracias a la vida, por ser generosa y a la muerte por su benevolencia.

             Tarsicio en habilidoso, ya prepara el cuerpo de chaval.   Es medio día y sin embargo oscurece.



    La luna y el sol se funden
quitándole luz al día,
ponen de luto los cielos,
por la ausencia de campanas
que doblen su despedida.

    Los jilgueros ya no cantan,
las alimañas se esconden,
los peces turban el agua
nadando contracorriente,
y las estrellas se asoman
al firmamento insolente.

    Sus alas lo llevaran
a lo alto de la cima,
desde allí podrá observar,
como la naturaleza llora
la pérdida de una vida.

    Vida que no se detiene,
los días siguen pasando.
   Al corazón de una madre
el frío invierno ha llegado,
ya nunca habrá primavera
pues nunca será olvidado.





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