El sol
luce radiante. Estamos en la época en
que más cortos son los días y se aprovechan al máximo las horas de luz.
Bajo
el gran manzano, los niños revolotean jugando a ver quien pilla a quien. Las niñas, miman a alargados guijarros,
envueltos en una tela vieja. Boca, grandes ojos pintados, conforman su cara,
bajo unas pajas pegadas a forma de peluca.
Marcelo,
se queda fijamente mirando a lo alto.
A su mente, le viene la imagen de su madre, al ver aquella grande y roja
manzana. La más hermosa de todas,
la que anida en la rama más alta. Que
regalo más sabroso y extraordinario para
llevar a su madre.
La
infancia grita, la gente corre, las calles tiemblan bajo las zancadas de
Tarsicio, que se aproxima con unas parihuelas bajo el brazo. La pena y la impotencia, se alojan en los
habitantes de Valdeluna.
Un el
suelo, como un guiñapo, inmóvil, sobre un gran charco de sangre, está
Marcelo. Sus ojos abiertos con grandes
pupilas de mirada perdida, su garganta traga la saliva con esfuerzo, esperando
a decir su última frase.
Ella se
acerca, las rodillas, aloja en la tierra, su mano temblorosa, sujeta la
quebrada cabecita de su pequeño. Marcelo mira a lo alto, allí sigue la
manzana.
.-lo siento
madre, no te la logré coger.
Ya lo
llevan a casa. Las parihuelas portadas
por ocho hombres se aproximan a la puerta abierta de par en par para que entre
un cuerpo aparentemente sin vida. Tan
solo su cansada respiración agónica y el gesto de dolor que ese rostro emite, hace que una brisa de esperanza se
incruste en el corazón de su desolada madre.
Cuatro
horas, a tardado Tarsicio en colocar minuciosa- mente cada hueso en su sitio y
coser sus heridas. Su quijada
desencajada muestra pesimismo, el niño no se queja en ningún momento, pero su
dolor es grande, los parpados, le
sangran de tanto apretarlos uno contra el otro. Únicos músculos, sobre los que
parece, aún conserva el control.
Ya era hora. Entra en casa Matías, con un
puñado de plantas que le ha mandado traer Tarsicio y que solo en lo alto de la
colina se encuentran. Nadie como él las
ve a diario y sabe donde localizarlas.
Sus medidas en la infusión se realizaran con el dictamen y supervisión
de Aproniana. Las plantas del bien y
del mal, ni las comen los animales, por algo será.
Tarsicio,
con paciencia, ha introducido un tubo hueco, por él, poco a poco, casi gota a
gota, se irá procurando alivio a ese cuerpo que se sabe, con las horas
contadas.
El
efecto de la pócima y la extenuación, le han dado una tregua a su rostro. Se ha quedado dormido. Junto a él, sus padres, no pierden ni un
momento de vista su desnudo pecho, que se mueve lento, pero constante.
Han
pasado así diez largos días. El
caldo de gallina vieja que su madre con paciencia le va poniendo en el tubo con la yema de sus dedos,
lo va manteniendo. Las heridas externas le han dejado de supurar. Como cada amanecer, Tarsicio, pasa a verlo y
como siempre sale sin decir nada, a la espera de que despierte, de ese profundo
sueño en que la matriarca lo tiene sumido.
Hoy la
infusión es más clara. Sus ojos parecen querer abrirse y su rostro muestra de
nuevo indicios de dolor.
Su madre,
apoyando la cabeza en la almohada, susurra palabras a su oído, le recuerda
todas aquellas cosas que hacían juntos, con las que tanto se divertían y el
padre, observándolo, intenta adivinar una pequeña mueca en sus labios.
Tarsicio observa con estupor cómo según pasan los días, su cuerpo
inflamado quiere estallar, su piel, se
va ennegreciendo, el dolor se representa más intenso en sus expresivos ojos
cerrados y su orina cobra un color pardusco y un olor nauseabundo. Con una
gruesa aguja, ha pinchado todo su cuerpo, no da ningún síntoma de sensibilidad.
Las dos
mujeres, sujetando cada una, una mano del chaval desde ambos lados de la cama,
callan y se tragan sus pensamientos.
Sus miradas cortantes, se cruzan no queriendo encontrarse, intentando
dilatar en el tiempo la verdad. No hace
falta decir nada, los ojos quietos de la anciana, llevan implícita una
pregunta. La mueca a modo de puchero
sumiso y abnegado de la madre deja escapar la dura respuesta.
Aproniana, introduce con decisión su mano en la faltriquera, en suave
pañito envuelto, lleva el minúsculo
frasco donde guarda el jugo extraído de las plantas, con el cual
dosifica las infusiones calmantes.
Sin
retirar la mirada, lo posa sobre la sábana;
.- una gota calmará su dolor
Dos,
le permitirán dormir
Tres, acabarán con su agonía.
Después se retira.
De nuevo, la madre y el hijo quedan solos. Contra la puerta cerrada, apoya un pesado
baúl, con nadie quiere compartir esas horas, que le quedan de estar aferrada a
la vida que salió de sus entrañas.
Llegó la
noche. Valdeluna parece dormida. Pero
nadie es capaz de conciliar el sueño.
El
perro, fiel compañero de corredurías, le aúlla a las estrellas como nunca antes
lo había hecho. El padre sale a
silenciarlo, pero se sienta junto a él, buscando en el universo el sitio a que
dirigir la mirada. Intentando ver con
los ojos de su amigo aullador.
Ambicionando percibir un atisbo, aliento de indulgencia, en que poder
reconfortarse.
Su
madre, se chupa la yema de los dedos.
Abatida por el cansancio acumulado.
Ella, también ha quedado dormida sentada en una pequeña silla, con el
cuello retorcido y la cabeza apoyada sobre la almohada.
Cuando la luz del alba entra por la ventana, su niño
ya no respira. El ahogo de la cara empapada por regueros de lágrimas, se
contrapone con la linda sonrisa alojada de nuevo en un rostro sin dolor y en
paz, queriendo dar gracias a la vida, por ser generosa y a la muerte por su
benevolencia.
Tarsicio en habilidoso, ya prepara el cuerpo de chaval. Es medio día y sin embargo oscurece.
La luna y
el sol se funden
quitándole luz al día,
ponen de luto los cielos,
por la ausencia de campanas
que doblen su despedida.
Los
jilgueros ya no cantan,
las alimañas se esconden,
los peces turban el agua
nadando contracorriente,
y las estrellas se asoman
al firmamento insolente.
Sus alas
lo llevaran
a lo alto de la cima,
desde allí podrá observar,
como la naturaleza llora
la pérdida de una vida.
Vida que
no se detiene,
los días siguen pasando.
Al corazón
de una madre
el frío invierno ha llegado,
ya nunca habrá primavera
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