Quería sentir el mar; que alguien le explicase al cantar de las
olas al fundirse con la playa. Notar,
aunque solo fuera en su imaginación la brisa que se acerca salada y húmeda
encrespando sus lacios cabellos. Pero en
aquel lugar, nadie podía darle solución a sus sueños.
Comenzó a caminar en
dirección al este, tomando cada madrugada una referencia en el horizonte, allí
por donde había aparecido el sol, sin importar los caminos que se cruzaban a su
paso, para no alterar su destino recto y definido hacía algún sitio, donde la
tierra y al agua se abrazarían.
En cada atardecer volvía su
vista hacía el lado opuesto para apreciar el trecho recorrido y descansar
observando la posición cambiante de las estrellas, que parecían querer
confundirla en su posición con respecto a la luna.
Su reloj biológico le reafirmaba su
progreso; en las últimas semanas se
notaba un avance en la salida del sol que despertaba tras la claridad de un
alba indefinida con sabor a esperanza.
La escarpada cumbre, le daba
una excepcional visión de la lejanía; entre el cielo y la tierra una alfombra
azul verdosa parecía separarlos como si del limbo se tratase.
Avanzó sin detenerse en su empeño hasta bien entrada
la noche, las olas ya se podían oír enfurecidas chocando contra las rocas; siguió y siguió con paso firme, esperando
sentir en sus pies la arena de la playa.
El abismo del acantilado la esperaba, la marea la llevó hasta los brazos del mar, después de amarla
como nunca se había amado, las corrientes la depositaron en la playa, sobre la
arena, y las olas se entretuvieron acariciando sus encrespados cabellos hasta
que el sol, mostro de nuevo el camino a seguir.
Pasó su último día sola, como
sueño de sirena esperando la noche y la marea alta la recogió en sus brazos
para llevarla a las entrañas de sus
deseos donde se amalgamó con el agua salada que la condujo hasta el horizonte,
allí donde el azul verdoso se entrelaza con el firmamento.
Carlos Torrijos
C.a.r.l. (España)