Los versos inacabados se
dispersaban por encima de la mesa, muchas de aquellas cuartillas convertidas en
pelotas de papel.
La pluma se dormía en la mano del poeta y en
el recipiente destapado, así como sangre coagulada la tinta se iba solidificando,
mientras en el sueño de los tiempos, entre
barrotes de olvido, la musa permanecía
encerrada, sumida en la eternidad del no saber qué y cómo decir algo que ya no
hubiese escrito antes.
Cada noche, aquel hombre lleno de tristeza, con
los ojos cansados del reflejo un folio en blanco, subía a su habitación. Allí, miraba a la bella dama que dormía feliz
pensando que tal vez, un nuevo poema saliendo de los labios de su amado la
despertaría en la mañana. Él eso pensaba, y en su impotencia, dedicaba horas a
mirar el firmamento, pidiendo a la luna y las estrellas un momento de
inspiración.
Se aproximaba el día
en que celebraban el aniversario de su casamiento. En los cuarenta y nueve años anteriores,
siempre al alba, se arrodillaba junto a la cama y recitaba un bello poema ante
el despertar sonriente de la mujer más bella y más hermosa.
Esta vez ya no sería igual. La luna no le hablaba, las estrellas parecían no
querer brillar, ni tan siquiera las nubes se dejaban empujar por el viento, el firmamento
se había detenido y a sus ojos no le quedaban fuerzas ni para llorar.
Una voz susurró...- Acuéstate
mi amor, ven aquí y abrázame. Sentirte a
mi lado siempre fue el mejor poema.
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