De frágil cuerpecito vestido con
pijama, era el inquilino de aquella habitación.
Sus brazos tatuados por tiras de esparadrapo
de papel, y una vía perpetua, anclada a su vena.
Sin cejas en su rostro que dar sombra a las cuencas
de sus ojos de mirada marchita. Sin raya
en su peinado, sin tupé, sin patillas adornando la parte trasera de sus
mejillas.
Sin casi nada que perder en la
partida que le había tocado jugar. Sin nada que ganar según las expectativas.
Su madre, guardián de sus días y sus
noches.
Manos cruzadas sobre los muslos. Sentada,
callada, con la cara envejecida y gesto desolado con los parpados entreabiertos
para cambiar el semblante en el momento que este despertase de la siesta.
Entonces
una sonrisa cargada de ilusión se dibujaba en su rostro enderezaba su espalda y
arrojaba el cansancio por la ventana para jugar con su criatura.
En el pasillo de paredes recubiertas por
dibujitos de mil colores se forma una gran algarabía de esperanzas, niños y
niñas como él que correan chillando arriba
y abajo haciendo rodar los artilugios de los que cuelga la bolsa de suero.
Otros hacen piruetas manejando con destreza
las ruedas de las sillas y aquellos más deteriorados, miran con envidia
recordando ese ayer de tan solo hacía unas semanas.
Personas vestidas con bata y su nombre
bordado en el bolsillo pasan de un lado a otro esquivando a los más vivarachos,
saludando a todos uno por uno – conocen todos sus nombres, son una gran
familia –
Cuando alguien nuevo aparece por allí, el
amasijo de sentimientos se convierte en un apoyo incondicional, las pocas energías
se unen para impregnar de esperanza a aquellos nuevos miembros de aquella
comunidad.
Cada vez que alguien recibe el alta, se
hace una fiesta – de esa que todos algún día quieren ser
protagonistas- todo se llena de lagrimas
blancas, puras y sinceras. Infusión de adrenalina metida en vena y empuje de valentía
que les hace mirar hacia delante.
Pero
cuando alguien falta sin despedida. Entonces su destino se reconoce en torrentes
de almas desgarradas mostrando la ira con los dientes apretados y la mirada
clavada en los techos blancos de altura infinita.
Se hace de noche, el niño ya duerme,
mañana solo…. Bueno ¿Quién sabe? Lo que el destino le deparará.
La madre, asomada a la ventana se fija en esa
gente que va y viene por la calle, sin ni siquiera prestar atención a ese
edificio. Prefiriendo ignorar a los que dentro habitan.
Andan pensando en sus cosas, en la hipoteca,
en la letra del coche, en el trabajo, el juguete que su pequeño espera para su
cumpleaños.
Ella se sonríe sin hacerles ningún
reproche.
Cuantas veces ella paso por delante de
esas puertas y tampoco levantó la mirada para simplemente regalar un saludo a
quien tras la ventana miraba.
Carlos
Torrijos
C.a.r.l.
(España)
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