El muro de piedra sujetaba el peso de la espalda apoyada contra él. Un hombre
joven y apuesto sentado sobre un camastro mira el horizonte a través de la
ventana abierta formado por la cadena serrosa que separa a ese reducto de la
civilización del resto del mundo.
El sol hace tiempo se ocultó aunque la claridad del día aún persiste. Pronto
será de noche y otra jornada habrá tocado a su fin, una más sin nada importante
que reseñar, otro monótono día en donde solo la oración y el silencio da
sentido a su existencia y al porqué de su permanencia en aquella estancia.
Una campanita resuena por los pasillos. El silencio se hace más perenne. Los
sueños lo transportan fuera de ese recinto, junto a esa, su familia, que nunca
llegará a entenderlo y aún así contará con su apoyo incondicional.
El abuelo, que ahora ve su cartilla vacía tras invertir todos sus ahorros
en que cursara la carrera de derecho en la universidad privada más prestigiosa
del estado.
El otro abuelo, que nunca tuvo mejor compañía que su azada, con la que le
enseño a acariciar la tierra del huerto, para que diera los más sabrosos
manjares.
La abuela materna. Cuantas historias contadas junto a la lumbre baja en
las noches de invierno. Cuantas veces jugaron a oír lo que decían las hojas de
encina en su chisporrotear.
La otra abuela. Mujer de pocas palabras y mucho genio. Estricta en la colocación
de las cosas y única dueña de lo suyo. La avaricia personificada a cuenta de
tanta escasez vivida.
El padre, siempre sindicalista beligerante con tintes de anarquista en la
juventud. Reacio al poder económico y déspota con los uniformes y hábitos.
La madre. Única que de vez en cuando pisa la casa del señor, más que por
convicción, como sitio de encuentro el domingo a la mañana, antes de alternar
con las vecinas de toda la vida a la hora del vermut. Tradiciones de pueblo que
han de respetar quienes vuelven al lugar para recordar viejos tiempos.
Su único hermano, mayor que él, criado siempre en el bienestar, nunca les
falto de nada. Ahora adscrito y
empuñando la bandera de las fuerzas conservadoras del país, defendiendo esas políticas
contra las que tanto lucharon sus raíces.
Y al final él. A veces, tampoco se
entiende. Las dudas lo asaltan cuando queda libre el pensamiento, cuando su
control se escapa y queda en manos del que se yo.
Vuelve a su mente el tiempo de rebeldía
donde la moral era una pequeña piedrecita en el zapato. Todo lo carnal, un
placer para los sentidos y lo espiritual, una pérdida de tiempo.
¿Qué lo hizo cambiar de repente?
¿Qué vio? ¿Qué sintió? ¿Qué pasó?
Ni él lo sabe. Pasaba por allí, una
de esas casualidades le hizo apartarse del camino. Entró tan solo para
descansar un momento en un sitio donde encontrar frescura y luego seguir.
En aquel banco sentado, clavó su
mirada en la llama de un cirio encendido hasta quedar dormido. Cuando despertó,
decidió que no quería vivir en otro sitio, que lo material solo tiene valor en
este mundo, que su cuerpo ya lo había cuidado bastante y ahora había llegado el
tiempo de cultivar su alma.
Pasados unos años, vio una luz alada bajar del universo. Lleno de esperanza preguntó:
.- ¿ya?
.- No, tú aún no estás preparado.
La luz se difuminó entre las piedras de aquellos muros y al poco, volvió
a salir con un hermano octogenario cogido de su mano. Se elevaron como una
única y resplandeciente burbuja hasta perderse en el más allá.
Él, seguirá esperando paciente a que llegue su hora entre oraciones y
alabanzas. Entre esos muros de piedra en los que decidió vivir.
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