Aquel niño
que creció sibarita de haber nacido hombre.
Aquel que
nunca salía a la calle sin la camisa limpia y el pantalón bien planchado.
Aquel que
se rifaban las mozas del pueblo por sus hechuras y palabrería.
Aquel que
se creía más que nadie siendo tan solo fachada.
Aquel,
aquel era Jesús.
Jesusito
para su madre, mujer incansable en las faenas del hogar, doblegada a los
caprichos del señor y cautiva de su educación y de su propia existencia.
Su padre un
obrero esclavo del vino y la buena vida, perro para el trabajo y un lince para
el juego, falto de conocimiento y sobrado de prepotencia, al que no lo
importaba trasnochar para estar con los amigos y le faltaban ganas de estar en
casa.
De todas las chicas del pueblo,
fue a escoger a la de mejor posición, no demasiado agraciada físicamente pero
descendiente de una de esas familias,
donde los trapos sucios jamás ven la luz.
La primera bofetada, fue por un
simple no a un beso, una advertencia de en qué lugar la vida había situado a
cada uno.
Buena discípula de los consejos de su
madre, Natalia aprendió rápido a someter sus instintos y reverenciar al que un
día seria su marido y padre de sus hijos.
Poco tardó en sacar a la luz su
querencia por el vino y el juego, esa cosa de hombres de pelo en pecho. Orgulloso de su condición de macho,
ensalzado por sus vecinos y su padre, buen capataz para regentar los bienes
ajenos. Altanero sin provecho, al que el día de su
boda le dotarían con tierras y gente que las trabajaban.
Las campanas repicaron, las puertas de la iglesia se abrieron, en
aquel que debía ser el día más feliz de su vida, según decían las frases
idealizadas, tantas veces escuchadas de boca de su madre.
Aquella inocente paloma blanca, fue
ofrecida como símbolo de una estirpe, sometida
a las garras de un halcón, desposada con
consentimiento explicito, inmolada por la gracia de Dios y el silencioso manto
del qué dirán.
En su cárcel de cristal, se cerraron las
ventanas opacas, los barrotes de los balcones impedían entrar al canto de los
pájaros y sus muros de hormigón silenciaban los gritos mudos de su alma.
El
nauseabundo aliento de su carcelero, sometía su cuerpo cada noche, su insatisfacción
era un ultraje. El fingir placer bajo el yugo de su tormento, fue el único modo
de no ser ajusticiada por su verdugo.
La soledad se convirtió su mejor
compañía, al menos esta no le levantaba la mano, ni la dejaba caer.
En el suelo recién fregado se reflejaba
la silueta de aquella joven de pelo sedoso y vestidos de princesa.
En el fregadero, entre los cacharros,
sus manos jugueteaban con las nubes de espuma
Sobre él, en una rejilla mil lunas
escurrían su llanto con olor a pino y limón
La válvula de la olla a presión,
le silbaba alegres canciones de verano.
En
la oscuridad de la noche, le gustaba balancearse en los cuernos de la luna.
Las estrellas la invitaron a volar hasta
el horizonte, pero donde ir, si no conocía nada que estuviese fuera de os
límites de aquella charca.
Entonces llegó su primer hijo.
Cómo evitar
se repitiese la historia.
Cómo
dejarlo morir, antes de amamantar a un monstruo.
Cómo
apartarlo de aquellos, que baja el mismo techo vivían.
Cómo
decirle que hiciera su cama, sin ser desautorizada.
Cómo
pedirle que recogiese, si sus abuelas se lo impedían.
Cómo
enseñarle a ser un hombre de bien, sin criticar a su padre.
Cómo, cómo,
cómo. Explicarle, que por mucho que ellos dijeran, no era un mariquita por
ayudar a su madre y que si lo era daba igual.
Y entonces volvió a quedar embarazada.
Tan solo le quedaba una salida.
Cruzar el puente del arroyo, tirar a la basura todo su pasado y jugarse a cara
o cruz el futuro. Lanzarse al abismo de lo desconocido, que nunca podría ser
peor que lo ya vivido.
Rechazada por sus vecinos, injuriada por su
familia, e… incluso escupida a la
cara, por su propio hijo.
Pero había tomado la determinación de
hacerlo. Y así lo hizo.
Ya atardecido, con nocturnidad y
alevosía, pasó el puente sin atreverse a volver la vista atrás.
Trabajó incansablemente para sacar
adelante a su pequeña criatura.
Perdió
de vivir sus días y de dormir sus noches.
Metió sus sueños en el saco del olvido,
para que ella pudiese soñar.
Renunció a al amor, para ser las alas
que acompañasen a su adorada niña alzase el vuelo
Y la pequeña creció, terminó sus estudios, encontró trabajo,
abandonó el nido para volar por el firmamento hasta el infinito y ella le cedió
sus alas, para que la llevasen aún más allá.
Había conseguido crear aquello
que era su sueño.
Una mujercita. Una Mujercita con mayúsculas,
libre, valiente, independiente.
Y esa mujercita un día se enamoró y
compartió techo, cama y alegrías con su
amado.
Natalia un día, vio un moratón en su
niña. Era una felicidad fingida, demasiado bien conocías aquellas marcas, como
para no recordarlas. Por todos los
medios, intento remediarlo.
Entonces…
se vio repudiada por su propia hija.
Era una vieja frustrada en el amor, que solo quería entrometerse y
arruinar su matrimonio.
Otra vez la soledad, volvió a ser su compañía.
La historia se volvía a repetir y
nada pudo hacer para evitarlo.
Imagen de la red
¡Cruda realidad por desgracia!
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