Las cuatro y media de la madrugada; el despertador de metal que palpita en la
mesita de noche, hace sonar sus estruendosas campanas.
Pies al suelo, sobre el hornillo de
gas, hierve el agua con un poquito de
achicoria, una cucharadita de azúcar de
caña, dos sorbos con los que entonar el cuerpo aún dormido y como cada mañana,
tras ellos queda una casa vacía, incluso de esperanzas.
Paulina; con un pañuelo anudado en la frente cubriendo su pelo, se
dirige al lugar donde trabaja desde que era una adolescente, limpiando las
oficinas.
Fidel; se encamina calle abajo, hasta llegar al mercado de abastos
donde lo esperan las cajas de fruta recién llegadas en camionetos desde levante, las que irá repartiendo por los
puestos cargadas al hombro, a tres perras la caja y alguna propinilla. Comerciantes
generosos que el día anterior tuvieron una venta decente.
Al medio día, Paulina espera
sentada a que Fidel Llegue, juntos se miran rebosantes de felicidad, él siempre
trae algo perdido de algún puesto con que hacer la comida. El poco dinero que entra al hogar no da para
más, si dejan de pagar el alquiler de aquella casa (por llamarla de alguna
manera), ¿Dónde van a cobijarse?
Él, nunca tuvo oficio ni beneficio. Era
el menor de los tres hermanos, el más habilidoso en todas las disciplinas, pero
decidió ser la oveja negra. Se creyó le iría mejor renegando de aquella
familia, especialista en el robo y la estafa, truhanes de nacimiento que con
esmero desbalijaban a todo aquel que se les cruzaba en su camino. Su padre trilero, su madre carterista de
mano fina, su hermano mayor ilusionista con los juegos de azar y su hermana la
diosa de la provocación y el despiste de
todo tipo de objetos valiosos.
Con quince años, se marchó lejos de su ciudad
natal y se olvidó de todo aquello que tan buenos maestros le habían enseñado.
Ella, también la pequeña,
con seis hermanos mayores, criada desde que nació, fregona por obligación, que vio el matrimonio como única salida para
escapar de las vejaciones e insultos a que era sometida por aquellos, para la
que no era más que una triste estera, donde limpiar las suelas de sus zapatos de hombre.
Tal
vez la vida les había obligado a quererse, pero había sido una buena maestra,
habían aprendido muy bien la lección, pues se amaban hasta el punto de
idolatrarse entre ellos.
Junto al fogón, se
descubre la sorpresa del día, una carrillera de cerdo; en la despensa hay patatas, así que la bruja paulina, preparará una pócima extraordinaria
con la que llenar los platos y seguro quedará para chuparse los dedos.
Mientras… Fidel
hace la cama, recoge la alcoba y pone la mesa, adornándola haciendo unos
muñequitos en forma de oso con las servilletas.
Paulina.- ¿Quién te regaló esta carrillera?
Fidel.- Narciso, el del fondo
Paulina.-
¿Qué tal ha estado la
mañana?
Fidel.- bien, me mandó Luis a
limpiarle la furgoneta
Paulina.- te habrá pagado
Fidel.- mañana he quedado en
ayudarle a cargar unos muebles y ya hacemos cuentas.
Paulina.- pues a mí me han dicho de ir también mañana por la
tarde a limpiar una cocina
Fidel.- bueno pues salvamos la
semana
Paulina.- vamos, quita del medio, a ver si te voy a quemar
Sentados a la mesa, su
cruce de miradas refleja la satisfacción de saber que en próximos días, podrán
comer algo no regalado.
Las patatas con carrillera, son todo un manjar
y los dedos de la mano (con la que no mantienen la cuchara), van deslizándose
por encima del hule, en busca que aquellos otros dedos hasta llegar a unirse.
Semana tras semana,
mes tras mes, la vida iba pasando sin pena ni gloria,(bueno con más bien penas
que glorias) como la de tantos otros nacidos en la pos-guerra.
Llegado
el otoño, al destino se le ocurrió el engendrar con un nuevo ser el vientre de Paulina.
La ilusión del primer momento,
pronto tornó en desolación.
Su salud se complicó,
tuvo de dejar el trabajo de limpiadora, cada quince días debía de ir al médico,
pero si pagaban al doctor, ya no tenían para las medicinas.
A Fidel, no le quedó más remedio que recurrir
a lo que había aprendido de pequeño.
Tenía una gran habilidad a la hora de
contorsionar todas las articulaciones de su cuerpo. Para evitar la vergüenza que aquello le
suponía, ella cortó su linda melena, con
la que hizo una densa barba, con la que disimular su rostro.
Vestido
con sus peores ropajes, (tampoco es que fuera mucha la diferencia) cada tarde
si iba a la calle principal, en una esquina sentado, doblaba sus tobillos y
rodillas, parecía tener un ocho por piernas y esperaba las limosnas de los que
por allí paseaban.
Las personas de buena fe, eran pocas
y las que lo eran, tampoco andaban muy boyantes, eran años malos para todos, menos
para aquellos bien posicionados por el régimen, los que directamente se
apartaban cuando pasaban a su lado, para ellos, tan solo era un simple
apestado.
Practicando en casa a
escondidas, fue engrasando de nuevo sus dedos entumecidos. Entre la multitud era un especialista en
provocar caídas y en cada una de ellas, siempre se perdía un reloj o alguna que
otra joya que vender.
Los días
de fiesta, eran ideales para llenar sus bolsillos con todo tipo de cosas de valor,
por las que sacar unas perras.
A
trancas y barrancas, llegaron al noveno mes.
El niño nació escaso de todo, excepto de enfermedades, todas las que
pasaban por su lado, decidían hacer en su cuerpo un alto en el camino.
La falta de recursos le obligó a escalar un
poco más arriba. Aunque nunca dejó de cargar las cajas de fruta de madrugada y
ayudar a limpiar y colocar en el
mercado, empezó a frecuentar las timbas de juego. Sabía que el peor aliado de un jugador es la
avaricia. Controlaba siempre las mesas
donde tenía opciones y cada semana, perdía cinco días para ganar dos.
Paulina, no quería que fuera a esos
sitios, pero que podía hacer, era eso o no poder pagar las medicinas para el
pequeño.
Ella, no tenía trabajo y su
estado tampoco era demasiado bueno, la anemia, había decidido que estaba muy a
gusto y no parecía querer marchar de su lado.
Fidel, al tran, tran, cada
semana, por lo menos un par de días, llevaba fruta y carne a casa. Los comerciantes de los puestos lo
apreciaban mucho y ya que no podían pagar su trabajo como se merecía, pues le pagaban en especies y el sábado al medio
día, siempre se escapaba algún trozo de pescado que estaba claro, ya no
llegaría en buen estado para el lunes.
Por fin, (gracias a su
habilidad con los naipes), pudo olvidarse de la mendicidad y de aquello que
tanto odiaba, robar y mal vender cosas de otros.
Las tardes las dedicaba
entonces a realizar trabajos esporádicos ayudando con las mudanzas mudanzas a
Luis y luego, a dormir un ratito antes de la cena. Hasta que una noche se topó con quien no
deseaba.
Un señor bien vestido, arrogante, portaba
reloj de oro en su muñeca y sobre la mesa un fajo de billetes como nunca se
había visto.
Fiesta de San Antón, Cuenca
Imagen extraída de la red
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