Hoy a sus treinta y siete años; trabaja como
pediatra en el hospital de su ciudad natal.
Es un día especial. Su mujer ya está ingresada para dar a luz su
primer hijo. Él, a su lado esperando a que llegue el
momento de coger al pequeño entre sus brazos.
En la cafetería esperan sus suegros y sus
cuñados celebrando la inminente llegada de un nuevo miembro a la familia.
En la soledad de la sala de
espera sus padres, solos;
Les apetece vivir esos momentos juntos
cogiéndose las manos y recordar aquel tiempo pasado, aquella guerra ganada que
hizo que aquel niño se decidiese a estudiar medicina.
Hace ya muchos años, una tarde cualquiera.
El pequeño parque;
Sitio de espera tranquilo apartado del
bullicio de los coches, sonidos relajantes de los gorriones que saltando de
rama en rama esperaban que alguien tirase una miga de pan al suelo.
Todavía era pronto, los pequeños bocadillos
seguían envueltos en sus papeles de periódico y bien sujetos por las manos que
los habían elaborado.
En los bancos donde daba el
sol, esos abuelos, muchos con garrota y boina, los más elegantes con sombrero y
bastón. Contando anécdotas de cuando ellos también
iban a la escuela. Pocos años la
pisaron, los suficientes para aprender cuatro reglas de ortografía y unas sumas
y restas usando los dedos de sus manos a su espalda, para dar el resultado a la
pregunta del maestro.
En frente en la zona de más arboles, donde a esa hora ya da la sombra,
las abuelas, gesticulando con sus manos
y un “válgame el señor” cada
vez que alguna pareja de jóvenes pasan
abrazados o besuqueándose por delante de ellas.
.- marrana, mira que falda
lleva, si se le ve todo y con el cigarro en la mano.
El bullicio, el griterío lo invade todo al abrirse las puertas del colegio y todos los niños y
niñas salir en desbandada en busca de la merienda. Los gorriones se alborotan entre las
hojas y tanto abuelos como abuelas se ponen en pie esperando el abrazo de sus
nietos.
Besos de ventosa, caras de asco, ojos de
asombro al ver como se quita el papel que envuelve la merienda.
Casi siempre es lo mismo, pero cada tarde es
especial, porque entre parte y parte de pan, una dosis de amor impregna el
relleno colocado a la perfección.
Es pronto, algunos padres no llegarán del trabajo hasta bien pasadas
las ocho y en el hogar solitario el techo se les vendría encima. Otra vez a sus asientos a seguir con la
charla mientras los pequeños siempre a la vista hacen sus corrillos sentados en el suelo, cuchichean
mirando lo que hacen los de al lado y con disimulo se intercambian bocadillos
dependiendo de lo que les ha tocado hoy.
Pasados diez minutos comienzan los juegos, las carreras, las voces, las
advertencias de los mayores que con vista de águila siguen a su polluelo allá
donde se mueva.
Los pájaros bajan a recoger esas migajas que
entre muerdo y muerdo han quedado en la arena.
El
reloj marca las seis. Buena hora de marchar.
Las criaturas han de hacer los
deberes y sus piernas ya no están para andar a paso demasiado rápido hasta sus
respectivas casas. Despedidas de hasta
mañana, griterío de voces pronunciando nombres y algún que otro silbido
identificativo de que cada uno vaya acudiendo a cogerse de la mano para iniciar
el camino.
Los bancos cambian de edad,
para acoger a la juventud, las cajetillas de tabaco, algún que otro bote de
refresco o cerveza invaden el atardecer al tiempo que pocas farolas comienzan a
encenderse con esa luz anaranjada, la que desfigura la lucidez de los rostros
de piel tersa y suave volviéndolos
inexpresivos y desmarcando sus facciones.
El césped sirve de alfombra
donde sentarse o tumbarse, donde echar unos tragos entre amigos o procurar
algún revolcón entre juegos malabares de manos, bocas y cuerpos adolescentes
que arden de pasión observados por la luna, testigo de promesas e ilusiones,
notario de compromisos firmados que no se llegarán a cumplir. Primeros escarceos
en el arte del amor; ojos cerrados en un primer beso, único e irrepetible,
sublime, hasta que el paso de los años y otros besos lo vayan difuminando y los
labios ya no recuerden su sabor, ni el cómo, ni el cuándo.
El silencio va acomodándose en las calles al tiempo que avanza la
noche; las luces de las ventanas van cesando, allí en la acera que separa el
parque de la calzada por la parte sur,
solo queda el señor de siempre, recogiendo las sillas y mesas de la terraza; minutos más tarde se baja la trapa metálica
del bar y andando con calma, rodeando la zona ajardinada se dirige a
descansar como cada día tras la dura y
larga jornada.
Empezando nuevo relato, me gusta volver a leerte.
ResponderEliminarEncantado de tenerte
EliminarSimplemente preciosa narración en la que atrapa al lector dentro del ambiente donde se desarrolla la trama y el sereno desenlace. Me encantó....felicitaciones querido amigo Carlos. Soy America Santiago.
ResponderEliminarGracias por leerme Jefa.
EliminarMe gusta volver a leer tus relatos. Muy interesante comienzo. Felicitaciones mi caro amigo
ResponderEliminarGraciñas
EliminarA veces soy Anónima no tengo idea de por qué ? pero soy yo . Jajaja
EliminarTe tengo conocida ya,,, ja, ja, ja,
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