Pasados unos años;
En la
inmobiliaria, entró un tipo demacrado, con cara de acabar de llegar de un largo
viaje desde algún lugar del tercer mundo, vestido años ochenta. Con su voz ronca y mala pronunciación,
acompañada de vaivenes de su cuerpo como si estuviese adormilado, había que prestar mucha atención para
entender lo que decía.
De la mano llevaba la escritura de
una casa de su propiedad, aunque todavía estaba registrada a nombre de sus
padres ya fallecidos. Necesitaba el
dinero ya, para empezar a trapichear con él y sacarle rentabilidad lo antes
posible.
Habría que tasar el inmueble, descontar los
gastos de su reparación y los trámites precisos para que estuviese legalmente
registrado para su posterior venta.
Eso no importaba, solo necesitaba la cuarta
parte de lo que en realidad tenia de valor, tan solo quería pasta y ponía una
condición:
Que
se realizasen los trámites en el plazo de diez días y así poder tener el
dinero, cuando la mercancía virgen, que se estaba esperando en la ciudad,
llegase desde el otro lado del estrecho.
Una operación suculenta. Los abogados se
pusieron manos a la obra. Redactaron minuciosamente todos los
documentos necesarios a firmar ante notario, para que no quedase ningún fleco
suelto y en el corto plazo convenido, el dinero se ingresó en su cuenta a
primera hora de la mañana y al medio día ya estaba invertido.
Unos meses
y aquella cochiquera estaba preparada, limpia, reparados los desperfectos
sufridos tras años de abandono, pintada por fuera y por dentro. Sustituida toda la instalación de agua y
electricidad; sanitarios
y cocina de última generación, ventanas con persianas de aluminio y
puerta blindada; sistema dual de
calefacción y aire acondicionado. Tan
solo quedaba un pequeño detalle:
poner en la puerta de entrada un cartel.
SE VENDE
Un matrimonio joven, con un niño pequeño
recién llegados a la ciudad, serian sus nuevos
inquilinos.
En aquellos años el vecindario se había renovado,
la gente mayor desaparecía y otros jóvenes compraban y adaptaban a los nuevos
tiempos aquellas viviendas. Tan solo un par de vecinos recordaban a aquella
familia de la cual, solo quedaba la imagen de un señor borracho y solo, que
muchos atardeceres maniobrando, conseguía al final encontrar el hueco por el
que pasar aquella vieja puerta de madera que nunca se cerraba cuando estaba
fuera, para evitar tenerla que volver a abrir a la vuelta y así poder acceder
al interior de la vivienda sin buscar la llave,
que fijo había perdido hacía ya tiempo.
La pareja estaba encantada, su situación era
perfecta; cerca de ese colegio que contaba con guardería y con la
particularidad de que allí se podía estacionar el coche a ambos lados de la
calle.
Era un barrio tranquilo de gente
trabajadora, donde la mayor y única
preocupación era la hipoteca y llegar a fin de mes, sin preocuparse de
las vidas ajenas, aunque con disposición a colaborar, ayudando a quien pudiese
necesitarlo en cualquier momento.
Llegó el camión de la mudanza con lo
imprescindible para empezar a vivir allí, nunca habían querido comprar ningún
mueble hasta saber donde iba a ser su ubicación definitiva.
Pasados unos días de estancia en aquella (su
nueva habitación), esa criatura de dos añitos recién cumplidos que cada noche despertaba sobresaltado y despavorido
corría a refugiarse a la cama de sus padres, comenzó a cambiar.
Ya no se despertaba asustado a media
noche, sus padres por el interfono, podían oír como balbuceaba en sueños. Se asomaban a la habitación y este se callaba,
para a continuación, seguir con aquella conversación de palabras incomprensibles
una vez que notaba que ya no era
observado.
Aquel cambio, no solo les permitía descansar,
les confirmaban la sospecha que en la casa del pueblo, algo influía en las
pesadillas nocturnas de su niño.
Retiraron el trasmisor y receptor de las
habitaciones y empezaron a cerrar la puerta de ese dormitorio, para evitar que
algún día se cayese por la escalera. El dialogo nocturno y el que se levantase
dormido a andar por la habitación, se había convertido en algo habitual.
Al comenzar el nuevo curso lectivo en el
colegio, (aunque la madre no trabajaba) decidieron
que fuera a la guardería; así, iría haciendo amistad con los niños y
niñas que serían sus compañeros al año siguiente en el aula de preescolar.
En la primera reunión con la psicóloga del
centro, le comentaron sus continuas charlas y que cada vez, iban prolongándose
más durante la noche. Aparentemente era un niño normal para su
edad, el informe semanal de cuidadores y monitores, no revelaba cansancio,
falta de concentración, estaba espabilado y nunca se dormía a la hora del
descanso que hacían a media mañana.
Se
le veía impaciente por reconocer las letras y los números. Cada día, solicitaba menos el que su
madre lo llevase al parque e intentaba estar al máximo tiempo posible en su
habitación; sentado en la cama cara a
la pared y con el libro de la guardería abierto. Sin que nadie le enseñase, empezó a
formar palabras cortas y antes de fin de curso, sabía que número correspondía a
cada dedo; así hacía sumas hasta llegar al diez.
Los padres estaban orgullosos de sus
aptitudes para combinar letras y sus logros con los números.
Un poco antes de llegar las vacaciones de
verano, su padre se fijó en el escaparate de una librería. Un cuento con letras
grandes y dibujos. A la vuelta del trabajo, lo compró para
poderlo leer junto a su pequeño durante el verano.
.-Aitor, ven. Te he traído un cuento muy
bonito, así este verano lo leeremos juntos para que aprendas más palabras
La respuesta que recibió de aquel mocoso,
lo quedó pensativo y no sabiendo que decir.
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