Al hermano Rogelio
siempre le había gustado la música; en su recuerdo quedan aquellas horas junto
a sor Claudia cuando les enseñaba a solfear sentada frente a aquel órgano que
había en la capilla de la inclusa y el sonido que salía de aquel mueble
mientras con sus pies movía los fuelles que le proporcionaban el aire a las
lengüetas.
El coro de canto litúrgico de la catedral de tiene un joven y
nuevo director; un imberbe pianista con un futuro muy prometedor. Éste abre la posibilidad de englobar
voces de distintas edades y sexo en el
mismo coro para dar una amplitud de tesituras y repertorio al mismo.
Rogelio ve la oportunidad de volver a
retomar su pasión por la música y encontrarse de nuevo con esa paz que le
proporcionaba el canto coral.
Tras una breve
espera paseando junto a las columnas del atrio, lo llaman para hacer la prueba
de acceso.
Junto
al joven director se encuentra su abuelo (gran músico concertista en los
mejores teatros).
La voz de Rogelio tiene buenos matices pero
poca formación; las dudas se ven en sus gestos. El nieto
cree que hay que desestimarlo, pero el sabio abuelo le corrige viendo en esa
voz un potencial como contratenor.
Los ensayos
empiezan y él no tarda en integrarse en el coro. Su amplia tesitura se acomoda fácilmente
a distintas obras, por lo cual se le ofrece el asistir a clases particulares en
casa del abuelo del director.
“Hay que educar esa
voz y sacarle el máximo partido”.
Llega a oídos del
obispo de la diócesis, que un monje está causando perplejidad ante el director
del coro por su progreso meteórico, así
que lo manda llamar para proponerle “debido a sus conocimientos en arte” que se
traslade a la propia catedral como supervisor central en la restauración de las
obras que comenzarán en breve, dejando sus ocupaciones en el centro
psiquiátrico.
Ahora tiene mucho más tiempo para ir a clases
y acudir a los ensayos que se multiplican con la proximidad de la Semana Santa.
Solo una veintena de elegidos por su disposición de tiempo y peculiaridad de su
voz, serán los que lleven el peso en esas primeras intervenciones ante el
público desde el altar mayor de la catedral; las obras escogidas son complejas y
exigentes, por lo que todo ha de ejecutarse rozando la perfección.
Hay ciertos
aspectos que hacen peligrar la voz de Rogelio en primeras audiciones más él no
está dispuesto.
Habla con D. Braulio para que le de sesiones
intensivas de respiración y tras hablar éste con ciertas personas, consigue que
los honorarios de esas nuevas clases sean sufragados por las arcas del
obispado.
La incertidumbre se fue disipando, el joven Braulio tenía que
dar su brazo a torcer, aceptando la acertada decisión de su abuelo al elegir
aquella voz que aunque quedaba mucho por pulir empezaba a brillar con luz
propia.
Sus compañeros
más allá del asombro lo proponían siempre para que se situase en el centro y
así poderse apoyar en su perfecta afinación.
El gregoriano lo tiene bien mamado y junto a
un viejo barítono de barba blanca, en
horas perdidas daban rienda suelta a sus gargantas junto a los barrotes de la
capilla del Cristo yacente.
Varios
eran los que sin hacer ruido daban una vuelta al interior de la catedral con el
único fin de escucharlos cada mañana; entre ellos de cuando en cuando se dejaba
caer D. Braulio, que se sentaba y cerraba los ojos dando gracias al destino,
por haberlo cruzado en su camino.
Llegó el gran
día; los nervios debían quedarse en el andar pausado del pasillo que conduce al
altar mayor.
Situados en semicírculo y con el retablo ya a
su espalda, el abrir de partituras acompaña las últimas respiraciones
descontroladas.
Los bancos llenos
y los laterales repletos de público en pie.
Las
manos del director se alzan y por un segundo, cuarenta ojos se cierran en esa
toma de aire antes de que el joven Braulio de la entrada.
Aquel que le quitó todo, ahora le
ha devuelto algo, aunque no es suficiente. La primera actuación ha sido un éxito. La catedral queda vacía. Sus
puertas se cierran. Dentro aún quedan
resonando los aplausos y en un rincón de la sacristía, la mirada agónica de D.
Braulio ve como se aleja en la penumbra la silueta de un niño que porta un hachón encendido en su mano.
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