Una mujer solitaria con el rostro cubierto,
escapaba de su destino.
Los
balcones del ayuntamiento, lucían sus banderas a media asta y al viento
hondeaban ansiosos sus crespones negros.
La luna, oculta tras una
sensación aterradora, intentaba gritar amordazada por los nubarrones.
Los adoquines del suelo de la plaza brillaban
empapados por el incesante aguacero bajo la triste luz de los faroles. El cielo, no cesaba de llorar y sus lagrimas arrastraban la porquería hacía
fétidas cloacas. Allí, donde las ratas
ansiosas, devorarían su placenta.
Sólo, en aquel portalón,
tras las gruesas puertas de madera, la vida se abría paso gracias a los rayos y truenos,
que con estremecedores alaridos, persuadían incluso a la misma muerte para que
quedase quieta, delirante, agazapada en su lúgubre escondite.
Envuelto en una vieja toalla, en un oscuro
rincón, protegido de las inclemencias dormía la pena de su primera noche el
recién nacido al que llamarían Simón,
por la gracia de Dios y capricho de sor Isabel, la monja que se topó con él al
rayar el alba.
Nada
más cogerlo en sus brazos, el llanto rompió el silencio de aquel inmenso portal. En esa mujer, brotaron su primitivos instintos,
desgarró los botones de la blusa y acerco a su pecho esa boca embravecida que
se afanaba con ansia, como queriéndose comer el mundo. Llegó a la cocina, cogió un guante de goma, lo
llenó de leche recién hervida y perforó con sus propios dientes la punta del
dedo pulgar. Cuando llegaron el resto
de hermanas, su color había cambiado, se había vuelto a dormir, sus mejillas
sonrosadas se sentían satisfechas y agradecidas.
Entre aquellos gruesos muros,
donde la austeridad y el silencio reinaban tanto de día como de noche. En esa pequeña,
cálida celda con vistas al sur en que sor Isabel reposaba sus huesos tras el
atardecer. En un gran baño de plástico, a especie de cuna. Como colchón un gran cojín, siempre bien
mullido y bajo una gruesa mantita de lana, en que aparecía bordada con hilos
desteñidos la imagen de la Virgen de los clavos, pasaba los días de invierno
Simón.
Un bote de hojadelata con brasas
sin humo junto a la puerta, templaba el ambiente y mantenía a buena temperatura
el chiquito cazo de aluminio, siempre
lleno de leche.
La mesa donde a ella le
gustaba sentarse a escribir, había
cambiado el cuaderno y la pluma por paños y gasas, que utilizaba como pañales. Siempre limpio y seco se desplazaba por los
mundos de Morfeo hasta que llegaba la hora de la siguiente toma. Los ojitos se le abrían, sus castañas pupilas
apreciaban como una silueta encantadora se aproximaba, y esos labios, se entreabrían sabiendo de la llegada de
aquel tibio sustento.
A sor Isabel, en
la soledad de la noche, el observar las estrellas del firmamento, apaciguaba la
ansiedad que producía el querer y no saber ser madre, el estar umbilicalmente
unida a una situación tan inesperada como entrañable, rodeada de ingentes
dudas, que solo su inexperiencia debería solucionar.
La esperanza e
incertidumbre, acompañaban a Isabel en cada oración de completas, otra jornada
llamaba de nuevo a su fin. Tras la noche, otra madrugada proyectaría los rayos del sol por la
ventanita y cada vez que llamasen a la puerta, temblarían las carnes bajo el
hábito color marfil.
El dictamen irrevocable
del obispado sobre el destino de aquel bebé, estaba a punto de llegar. El resultado era incierto y la desolación de
la duda, enjugaba con lágrimas el rostro de la monja, que se sentía su madre
sin haberlo concebido. Todas empezaban a sentir al pequeño renacuajo como
suyo. Todas pedían a Dios una resolución
favorable. Pero solo ella, ella tan solo, revivía a cada
instante el recuerdo sublime y placentero de su boca succionando la virginal
aureola desesperadamente. No lo habría
parido, pero aquel día…… también a ella se le desgarraron las entrañas.
Los capullos, empezaban a despuntar entre
las hojas brillantes de los rosales. La
hierba, acompañada de pequeñas margaritas, cubría como una alfombra los
aledaños de los pasillos empedrados, radios de un octógono unidos en la fuente
central del patio, donde el verdín del
fondo, daba a sus aguas el resplandor de un espejo. La
primaveral temperatura y la ausencia de brisa en aquel coqueto lugar rodeado de arcos, invitaba a la relajación
bajo el cielo azul. Ni los pájaros osaban
volar, para no eclipsar aquel instante divino.
Sor Isabel, extendió una
impoluta toalla sobre el césped. Totalmente desnudo sobre ella, Simón se movía
libremente. Panza
arriba, sus brazos y piernas, parecían querer atrapar la luz.
El resto de hermanas, dejaron sus
tareas para poder observar aquella preciosidad. Hasta ese mismo día, su cuerpecito había
permanecido en clausura, preservado de todo, oculto bajo la manta que nadie se atrevía a levantar. Los ojos felinos de su tesorera no dejaban
duda de sus intenciones protectoras, sus largas uñas afiladas, despellejarían
cualquier mano que intentase aproximase más de la cuenta.
Poco a poco, despacio, con cautela fueron acercándose
haciendo un semicírculo a espaldas de la embelesada estatua, que estaba sentada
a su lado. Los ojos de la criatura se abrieron
estrepitosamente y una sonrisa sonora, broto de sus diminutos labios. Los
jilgueros comenzaron a emitir su canto y
como por arte de magia, esos muros siempre tristes y opacos, se llenaron de luz
y de color, el viento recorrió silbando todos sus pasillos abriendo puertas y
ventanas, impregnando de fresca alegría cada rincón de aquel convento. La Madre superiora, desde la ventana de su
despacho, observaba la maravillosa estampa, se respiraba felicidad. Incluso sin saber nada, aquella vieja llena de
rarezas que se pasaba las horas en la capilla de rodillas ante el altar, pudo
vislumbrar el bello gesto de complacencia en el rostro del crucificado que
permanecía suspendido en el vacío colgando de aquellas cadenas.
Antes
de la hora del almuerzo, el picaporte sonó con insistencia.
Las cuerdas vocales enmudecieron. Los gestos afligidos comprimieron sus
estómagos. Las miradas se cruzaban
sin querer encontrar otros ojos en su camino y los pies clavados al suelo, se negaban a dar el primer paso hacia un
destino incierto.
Los golpes cesaron. Entre el silencio sepulcral, se dejaron oír
unos pasos que se alejaban de la puerta.
Un día más de incertidumbre, un día más de esperanza. Un día
soñado, preludio de un día temido.
A la hora Nona, estaba
engalanada la capilla. Unas flores cubrían el altar, en la vieja pila
bautismal reposaba un edredón doblado con mino y todas las velas de los
candelabros iluminaban radiantes.
La madre superiora en pie,
saltándose cualquier protocolo establecido, encomendó el futuro de aquel niño
al Señor, rogando que no lo alejase de
entre aquellas humildes cuatro paredes, añadiendo a sus votos tomados, el de
crianza responsable ante los ojos de Dios.
Aquel niño venido de la nada, se había
convertido en un ilusionante camino, nueva razón para avanzar hacia el reino de
Dios.
A la mañana siguiente, mientras la
enredadera de sus ilusiones trepaba por la hiedra hacía lo más alto, un sobre,
con cantos morados, se deslizaba por la rendija de debajo de la puerta.
La Madre superiora se acercó a recogerlo.
Poniéndolo junto a su pecho, rezando en silencio, arrastrando lentamente las
sandalias por los pasillos, devoró con fe las cuentas sin brillo de un rosario
envejecido, hasta llegar a la entrada de su despacho.
En la
silla, se acomodó la ilusión y sobre la mesa quedo depositada la inseguridad. Las
agujas del reloj de la pared se detuvieron y el abrecartas siguió dormido en
el cajón. Pero una paloma insensata que
en la ventana permanecía inmóvil, agitó sus alas para alzar el vuelo, poniendo
de nuevo en marcha al inexorable e inquieto tiempo. Tiempo,
que seguía detenido en las retinas resecas de las hermanas, sumidas en un
éxtasis de oración y atenazadas por la expectativa.
Un principio muy bueno para una historia en la que expresas tan desde dentro, las sensaciones de alegrías he incertidumbres de unas monjas de clausura con una nueva experiencia maternal y un cambio en su rutina habitual. Esperando el siguiente capitulo que nos dejará con mas ganas de seguir tu historia, que ha enganchado y solo acaba de empezar. Muy bueno Carlos Torrijos . Ya me imagino el siguiente. Un abrazo.
ResponderEliminarPoco a poco, nos daremos un paseo por la vida de Simón
EliminarUn deleite para los sentidos es leerte. Me ha encantado, no dejas nada al azar, transportes la mente al lugar y a la historia.
ResponderEliminarYa habrá tiempo para las dudas.....
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