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martes, 21 de junio de 2016

Hijo de la tormenta .- 4




                 Todo cambió radicalmente,  sus bromas y risas, tildadas de herejías por las reglas franciscanas,  los abrazos cambiados por castigos  y  la alegre compañía de todas las hermanas, por la más estricta soledad, rodeada de la indiferencia de unos extraños.
                   El niño cariñoso se convirtió en un adolescente rebelde, su negativa a adoptar la palabra de Dios como una obligación y no como una opción de libertad en la que un alma escoge su camino, lo condujo a la confinación forzosa en la fría torre del reloj, un fin de semana sí y otro también.
            En el convento le habían enseñado a amar a dios, a hablarle de forma respetuosa, como a un padre, a utilizar sus palabras para expresarle llanamente  tanto su preocupación por lo que ocurría, como su devoción y admiración.      No podía entender, el porqué, el silencio hipócrita disfrazado de obediencia, era más valorado que la queja razonada buscando el bienestar del prójimo. Porqué se le tenía que otorgar a él como padre la responsabilidad de las acciones de los que se consideraban sus hijos, como si el mandato divino solo se basase en infringir vejaciones a los más débiles.
         Las primeras veces de encierro, fueron un castigo, después, se convirtieron el mejor regalo.      
       Aislado, con un vaso de agua y un cacho de pan para sábado y domingo, componía sueños e interpretaba melodías que silbaba imitando el diverso canto de los pájaros.
   Por sus alrededores, las parejas abrazadas paseaban al atardecer sin ser conscientes, de que cada uno de sus caricias y movimientos eran vigilados desde las alturas.
       Cosas normales que él manipulaba para construir disparatadas historietas que contar a sus compañeros y poder volver el lunes a clase, incluso haciendo sentir envidia de su castigo.
  Llegada la noche, allí bajo el firmamento, sentado en lo más alto, asomado al abismo junto a la gran campana de bronce miraba a través de la oscuridad, y a lo lejos, sobre los tejados, podía ver el suave resplandor de los faroles de la plaza. Sabía que justo al lado, estaba su casa, sus madres, su Dios, y a él, con las palmas de sus manos unidas, se dirigía en voz baja, pidiéndole perdón, clemencia para aquellas mujeres, si es que algo habían hecho mal al educarlo y que se cumpliera pronto el deseo de poder volver a abrazarlas.
             Se aproximaban los primeros días de vacaciones, por fin disfrutaría de la compañía de las hermanas. Sus compañeros de internado, marcharon, claro tenían familia, pero él quedó allí, muerto de asco, subiendo cada noche a la torre para soñar con un imposible y sus palmas ya nunca se volvieron a juntar para rezar.
       Pasado un tiempo, la ropa se le había quedado pequeña y los monjes la dieron a esos que estiraban su mano pidiendo limosna los días de fiesta por la mañana en la puerta de la iglesia, personas más necesitadas y de menor estatura que él.    De aquellos años de infancia, de aquel sitio donde quedaron sus primeros años tan solo conservaba la vieja maleta bajo la cama, La deslucida biblia de la Madre superiora que guardaba en un cajón, a la que por causas injustificadas ya no hacía ningún caso, el consumido rosario de sor Enedina, al que le faltaban ya algunas cuentas, pero daba igual, solo estaba de adorno sobre su mesita de noche y como no, la carta de sor Isabel, aguardando a cumplir sus dieciocho años para abrirla.    Era una promesa,  la llevaba en un tipo de escapulario hecho de tela, bien cosido por los  cuatro costados y colgado del cuello por un cordel,  siempre junto a su pecho. 
       Solo le quedaba, acatar las normas establecidas, refugiarse en aquellos libros de texto y algún día poderles dar la satisfacción del deber cumplido.  Al tiempo que sus calificaciones subían,  crecía el desprecio por aquel monasterio y los monjes que lo habitaban.
            Una mañana, al terminar las clases, la vida decidió golpearlo bruscamente.         El padre prior lo llamó a su despacho, se le veía disgustado, pensando en dejar la conversación para después de haber comido. El muy zampón, al que ese día le iba a tocar ayuno, lo mandó sentar y comenzó a hablar con su déspota tono de voz.
           .- Anoche, cuando todas las hermanas dormían, ocurrió algo muy grave en el convento.
         Esa mañana, en maitines, habían echado en falta la presencia de sor Isabel, fueron a su celda y allí no estaba.     No aparecía por ningún sitio, extrañamente se había esfumado sin motivo.
       Después de buscarla por cada rincón, las preguntas anidaban en el  ambiente:
      ¿Habría decidido abandonar esa forma de vida?  ¿Se habría ido a visitar a Simón? ¿Volvería o se olvidaría de ellas para siempre?  
             Pero a media mañana, un grito conmocionado dio la voz de alarma, al ir a sacar agua, una hermana la encontraba en el pozo del huerto, ahogada.
        .- Arréglate, ponte el pantalón, la camisa y los zapatos nuevos mientras como, y yo mismo te acompañaré a despedirla.
     Antes de que llegase al comedor, Simón ya bajaba corriendo, interponiéndose entre él y la puerta, al tiempo que se abrochaba los botones de la camisa.
     
          Con paso agudo encaraban la empinada cuesta, cruzaban la plaza, sus tacones reverberaban en el portalón y nada más abrirse la puerta sus delgadas piernas avivaban el ritmo hasta llegar a  la celda por unos atajos bien conocidos.
       Allí estaba, esperando, tumbada con las manos sobre el pecho en aquel bajo camastro,  compañero durante años,  acólito fiel de tantas noches en vela cuando a Simón le daban guerra los gases, cuando con rabia mordisqueaba aquel aro de goma resarciéndose del dolor a cuenta del romper de sus encías, horas eternas si tenía décimas por algún virus, o simplemente cuando alguna pesadilla le hacía estar intranquilo. 
          Siempre alerta, expectante al mínimo ruido, a su respiración, incluso al prolongado silencio.
               Envuelta en un sudario de algodón, sobre unas parihuelas la acercarían hasta un hueco hecho en la tierra, justo detrás de la capilla, allí donde le darían sagrada sepultura.     La voz de Simón, hizo temblar aquellos muros.
  .- NO, ELLA EN PARIHUELAS, NO.
      El padre prior alargó su brazo con la intención de detenerlo.
    La Madre superiora con la mirada  exaltada agarró aquella mano y le hizo retroceder.   El chiquitín de la casa, ya hecho un mocetón, la recogió con sus brazos y se encaminó pasillo adelante, tras él, el resto de monjas. Al pasar por el patio central, hincó sus rodillas en la hierba donde tanto habían jugado. La Madre superiora le ayudó a incorporarse y proseguir el lento desfile procesional en su último viaje. Ellas, tan solo ellas; ningún familiar ni siquiera lejano acudió a despedirla.     Tal vez, no era él, el único solo en la vida.

      Antes de comenzar el camino de regreso al internado, la Madre requirió a Simón para que acudiera a su despacho.  
  El prior quedaría en el portal esperando con gesto malhumorado, todas lo habían mirado como lo que era, un intruso que les había robado el ver crecer a su  niño.   Sí,  de acuerdo que el traslado era requerimiento del obispado,  pero que esfuerzo le suponía dejarlo ir de visita, aunque solo hubiera sido en días señalados o una vez al mes.
           Los dos permanecieron callados un buen rato.
.- tienes que saberlo Simón.    Sor Isabel estaba intranquila, tal vez por la proximidad de tu dieciocho cumpleaños o por cualquier otra cosa que nunca mencionó.  Su mente sufría unas amnesias que se repetían cada vez con más frecuencia,  todas nos dábamos cuenta, aunque ella se esforzase por disimular.   Sabemos que volvieron a rebuscar en su celda, una hermana vio como la estaba colocando a media mañana.
    Yo le pregunté y me dijo que no me preocupase, que tal vez era que se estaba volviendo mayor, pero por más que lo intenté nada conseguí  que me contara.    Cuando tú te fuiste, se volvió aun más reservada, la soledad del recogimiento era su mejor compañía y apenas hablaba con nadie. Algunas noches la oíamos levantarse y pasear descalza pasillo arriba y abajo. Un par de veces me levanté para ver si le pasaba algo pero ella seguía andando con los ojos clavados en los dedos de sus pies y ni siquiera me contestó,  así que nunca sabremos que era aquello que rondaba en su cabeza,
          Anoche, a las hermanas de sueño más ligero, les pareció oír voces a lo lejos, al intentar prestar atención, todo era silencio, por lo que pensaron que  sería un sueño.
 Pero esta mañana esas voces cobraron sentido, forma y nombre. Nos queda la duda del cómo y porqué. Pero eso, solo Dios lo sabe.
               Ahora vete y vive tu vida de muros afuera, pero por favor, no nos olvides nunca y si alguna vez puedes y quieres, acércate a vernos y que te veamos.


                Aquella noche en el cuarto del internado, aunque algunos compañeros intentasen arroparlo y darle cariño, se sintió más solo que nunca,  culpable de no estar allí para protegerla,  de no haber podido averiguar quién podría ser la arpía oculta que alborotaba sus cuartos.    De tal vez, no haber rezado lo suficiente, para ganar su protección.   Culpable.    Sí.    Incluso de haber nacido.
      Se levantó.  Descalzo y semidesnudo se dirigió a esa cuadrada torre donde tantas noches había pasado por obligación.  Allí, junto a su soledad sollozando duelo, pidió explicaciones al alma, miró el resplandor de las luces de la plaza de nuevo, sintió un gran deseo de dormir en el  convento, junto a ella, bajo un metro de tierra.  
  Asomado al abismo, junto a la campana de bronce, de pie sobre las almenas puso sus brazos en cruz. Volaría hasta su lado, juntos, surcarían la inmensidad de  los cielos sobre los tejados, bajo aquel estrellado y cruel  firmamento.





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