Todo
cambió radicalmente, sus bromas y risas,
tildadas de herejías por las reglas franciscanas, los abrazos cambiados por castigos y la alegre
compañía de todas las hermanas, por la más estricta soledad, rodeada de la indiferencia
de unos extraños.
El
niño cariñoso se convirtió en un adolescente rebelde, su negativa a adoptar la
palabra de Dios como una obligación y no como una opción de libertad en la que
un alma escoge su camino, lo condujo a la confinación forzosa en la fría torre
del reloj, un fin de semana sí y otro también.
En el convento le habían enseñado a
amar a dios, a hablarle de forma respetuosa, como a un padre, a utilizar sus
palabras para expresarle llanamente tanto su preocupación por lo que ocurría, como
su devoción y admiración. No podía entender, el porqué, el silencio
hipócrita disfrazado de obediencia, era más valorado que la queja razonada buscando
el bienestar del prójimo. Porqué se le tenía que otorgar a él como padre la
responsabilidad de las acciones de los que se consideraban sus hijos, como si
el mandato divino solo se basase en infringir vejaciones a los más débiles.
Las primeras veces de encierro, fueron un
castigo, después, se convirtieron el mejor regalo.
Aislado,
con un vaso de agua y un cacho de pan para sábado y domingo, componía sueños e
interpretaba melodías que silbaba imitando el diverso canto de los pájaros.
Por sus alrededores, las
parejas abrazadas paseaban al atardecer sin ser conscientes, de que cada uno de
sus caricias y movimientos eran vigilados desde las alturas.
Cosas normales que él manipulaba para
construir disparatadas historietas que contar a sus compañeros y poder volver
el lunes a clase, incluso haciendo sentir envidia de su castigo.
Llegada la noche, allí bajo el firmamento,
sentado en lo más alto, asomado al abismo junto a la gran campana de bronce miraba
a través de la oscuridad, y a lo lejos, sobre los tejados, podía ver el suave
resplandor de los faroles de la plaza. Sabía que justo al lado, estaba su casa,
sus madres, su Dios, y a él, con las palmas de sus manos unidas, se dirigía en
voz baja, pidiéndole perdón, clemencia para aquellas mujeres, si es que algo
habían hecho mal al educarlo y que se cumpliera pronto el deseo de poder volver
a abrazarlas.
Se aproximaban los primeros días de
vacaciones, por fin disfrutaría de la compañía de las hermanas. Sus compañeros
de internado, marcharon, claro tenían familia, pero él quedó allí, muerto de
asco, subiendo cada noche a la torre para soñar con un imposible y sus palmas
ya nunca se volvieron a juntar para rezar.
Pasado un tiempo, la ropa se le había quedado
pequeña y los monjes la dieron a esos que estiraban su mano pidiendo limosna
los días de fiesta por la mañana en la puerta de la iglesia, personas más
necesitadas y de menor estatura que él. De
aquellos años de infancia, de aquel sitio donde quedaron sus primeros años tan solo
conservaba la vieja maleta bajo la cama, La deslucida biblia de la Madre
superiora que guardaba en un cajón, a la que por causas injustificadas ya no
hacía ningún caso, el consumido rosario de sor Enedina, al que le faltaban ya
algunas cuentas, pero daba igual, solo estaba de adorno sobre su mesita de
noche y como no, la carta de sor Isabel, aguardando a cumplir sus dieciocho años
para abrirla. Era una promesa, la llevaba en un tipo de escapulario hecho de
tela, bien cosido por los cuatro
costados y colgado del cuello por un cordel,
siempre junto a su pecho.
Solo le quedaba, acatar
las normas establecidas, refugiarse en aquellos libros de texto y algún día
poderles dar la satisfacción del deber cumplido. Al tiempo que sus calificaciones subían, crecía el desprecio por aquel monasterio y los
monjes que lo habitaban.
Una mañana, al terminar las clases, la vida
decidió golpearlo bruscamente. El
padre prior lo llamó a su despacho, se le veía disgustado, pensando en dejar la
conversación para después de haber comido. El muy zampón, al que ese día le iba
a tocar ayuno, lo mandó sentar y comenzó a hablar con su déspota tono de voz.
.- Anoche, cuando todas las hermanas dormían,
ocurrió algo muy grave en el convento.
Esa mañana, en maitines,
habían echado en falta la presencia de sor Isabel, fueron a su celda y allí no
estaba. No aparecía por ningún sitio,
extrañamente se había esfumado sin motivo.
Después de buscarla por cada rincón, las
preguntas anidaban en el ambiente:
¿Habría decidido abandonar esa forma de vida?
¿Se habría ido a visitar a Simón? ¿Volvería
o se olvidaría de ellas para siempre?
Pero a media mañana,
un grito conmocionado dio la voz de alarma, al ir a sacar agua, una hermana la encontraba
en el pozo del huerto, ahogada.
.- Arréglate, ponte el pantalón, la camisa y
los zapatos nuevos mientras como, y yo mismo te acompañaré a despedirla.
Antes de que llegase al
comedor, Simón ya bajaba corriendo, interponiéndose entre él y la puerta, al
tiempo que se abrochaba los botones de la camisa.
Con paso agudo encaraban la empinada cuesta,
cruzaban la plaza, sus tacones reverberaban en el portalón y nada más abrirse
la puerta sus delgadas piernas avivaban el ritmo hasta llegar a la celda por unos atajos bien conocidos.
Allí estaba, esperando, tumbada con las
manos sobre el pecho en aquel bajo camastro, compañero durante años, acólito fiel de tantas noches en vela cuando a
Simón le daban guerra los gases, cuando con rabia mordisqueaba aquel aro de
goma resarciéndose del dolor a cuenta del romper de sus encías, horas eternas
si tenía décimas por algún virus, o simplemente cuando alguna pesadilla le hacía estar intranquilo.
Siempre alerta, expectante al mínimo ruido, a su
respiración, incluso al prolongado silencio.
Envuelta en un sudario de algodón, sobre unas
parihuelas la acercarían hasta un hueco hecho en la tierra, justo detrás de la
capilla, allí donde le darían sagrada sepultura. La voz de Simón, hizo temblar aquellos
muros.
.- NO, ELLA EN PARIHUELAS, NO.
El padre prior alargó su brazo con la
intención de detenerlo.
La Madre superiora con la
mirada exaltada agarró aquella mano y le
hizo retroceder. El chiquitín de la casa, ya hecho un mocetón,
la recogió con sus brazos y se encaminó pasillo adelante, tras él, el resto de
monjas. Al pasar por el patio central, hincó sus rodillas en la hierba donde
tanto habían jugado. La Madre superiora le ayudó a incorporarse y proseguir el
lento desfile procesional en su último viaje. Ellas, tan solo ellas; ningún
familiar ni siquiera lejano acudió a despedirla. Tal
vez, no era él, el único solo en la vida.
Antes de comenzar el camino de regreso al
internado, la Madre requirió a Simón para que acudiera a su despacho.
El prior quedaría en el portal esperando
con gesto malhumorado, todas lo habían mirado como lo que era, un intruso que
les había robado el ver crecer a su
niño. Sí, de acuerdo que el traslado era requerimiento del
obispado, pero que esfuerzo le suponía
dejarlo ir de visita, aunque solo hubiera sido en días señalados o una vez al
mes.
Los dos permanecieron callados un buen rato.
.- tienes que saberlo Simón. Sor Isabel estaba intranquila, tal vez por la
proximidad de tu dieciocho cumpleaños o por cualquier otra cosa que nunca
mencionó. Su mente sufría unas amnesias
que se repetían cada vez con más frecuencia,
todas nos dábamos cuenta, aunque ella se esforzase por disimular. Sabemos que volvieron a rebuscar en su
celda, una hermana vio como la estaba colocando a media mañana.
Yo le pregunté y me dijo que no me
preocupase, que tal vez era que se estaba volviendo mayor, pero por más que lo
intenté nada conseguí que me contara. Cuando tú te fuiste, se volvió aun más reservada,
la soledad del recogimiento era su mejor compañía y apenas hablaba con nadie.
Algunas noches la oíamos levantarse y pasear descalza pasillo arriba y abajo.
Un par de veces me levanté para ver si le pasaba algo pero ella seguía andando
con los ojos clavados en los dedos de sus pies y ni siquiera me contestó, así que nunca sabremos que era aquello que
rondaba en su cabeza,
Anoche,
a las hermanas de sueño más ligero, les pareció oír voces a lo lejos, al
intentar prestar atención, todo era silencio, por lo que pensaron que sería un sueño.
Pero esta mañana esas voces
cobraron sentido, forma y nombre. Nos queda la duda del cómo y porqué. Pero
eso, solo Dios lo sabe.
Ahora vete y vive tu
vida de muros afuera, pero por favor, no nos olvides nunca y si alguna vez
puedes y quieres, acércate a vernos y que te veamos.
Aquella noche en el cuarto del internado,
aunque algunos compañeros intentasen arroparlo y darle cariño, se sintió más
solo que nunca, culpable de no estar
allí para protegerla, de no haber podido
averiguar quién podría ser la arpía oculta que alborotaba sus cuartos. De tal
vez, no haber rezado lo suficiente, para ganar su protección. Culpable. Sí. Incluso
de haber nacido.
Se levantó.
Descalzo y semidesnudo se dirigió a esa cuadrada torre donde tantas
noches había pasado por obligación. Allí,
junto a su soledad sollozando duelo, pidió explicaciones al alma, miró el
resplandor de las luces de la plaza de nuevo, sintió un gran deseo de dormir en
el convento, junto a ella, bajo un metro
de tierra.
Asomado al abismo, junto a la campana de
bronce, de pie sobre las almenas puso sus brazos en cruz. Volaría hasta su lado,
juntos, surcarían la inmensidad de los
cielos sobre los tejados, bajo aquel estrellado y cruel firmamento.
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