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viernes, 17 de junio de 2016

Hijo de la tormenta .-3



                              La celda de Sor Isabel estaba patas arriba, alguien había revuelto todo, pero no faltaba nada.  En fin, la persona debía buscar algo ¿pero qué?, ¿quién?  Solo podía ser una de las nuevas.
      Como es natural, todas las miradas se fueron focalizando sobre la señoritinga.
                 Desde luego que era presumida e insolente, caprichosa y vengativa, ¿pero qué la habría impulsado a hacer eso?, ¿Qué cosa buscaría en un sitio donde nada especial había?  
       Pasados unos días, Simón sin encomendarse a ningún santo, se fue a hablar con ella, y pedirle explicaciones de lo ocurrido.
             Ella juró y perjuró hasta la extenuación, que no había sido, toda su aptitud altiva cayó derrotada por la impotencia frente a la acusación tan empecinada por parte de aquel mocoso, y ella, sin saber cómo defenderse de algo que no había hecho.   
         Sus lágrimas imploraban perdón, por mostrarse tan arrogante desde el primer día, lo que sin duda había forjado el motivo  en la creencia de su culpabilidad.
           Simón, de repente dejó de gritarle, vio como la señoritinga, atalaya erguida, yacía a sus pies exhausta.
 Averiguaría quien había sido, pero antes debía librar de sospechas la imagen de aquella desdichada.
      Se fue hasta el despacho de la Madre y confesó su culpa.
       Él había desordenado todo jugando, era un pirata malo y aquella celda un barco que desmantelar.
    Una gran reprimenda y la promesa de un castigo ejemplarizante, hicieron que la joven también se inculpase de los mismos hechos.
    Al final, por mentirosos los dos se vieron confinados en la cocina durante un tiempo, fregarían todos los cacharros y después serian los encargados de limpiar las pocilgas.   Los trabajos menos gratos  en aquel recinto.
   La verdad es que acabaron haciendo buenas migas entre los dos.
          Ella no paraba de rezongar por todo y él se reía de sus gestos malhumorados, lo que la encendía aún más.      Poco a poco se fue acostumbrando a que las cosas, hay que aceptarlas como vienen.
     No había más remedio que hacerlas, pues mejor con alegría y el tiempo pasa más rápido.
        Llegó el día de retiro que solía coincidir con el último domingo del mes y como no, también la hora del capítulo de culpas.
          La madre superiora, esperaba oír una confesión de alguna de ellas, pero nada ocurrió, sin ningún otro particular exhortó a todas y se dirigieron en silencio hacia el comedor dando por zanjado tan desagradable acontecimiento.
      Todo ya, parecía olvidado.    El tiempo había cicatrizado las rencillas y el convento había vuelto a ser una balsa de aceite.
 Pero…    Antes de comer, Simón corría hacia donde se encontraba la señoritinga. Había vuelto a ocurrir, esta vez en su habitación.
      Tenían que colocar todo antes de que alguien se diera cuenta e investigar entre los dos quien era la causante de esos desmanes y el motivo de su despropósito.
               Esa mañana, todas habían permanecido acompañadas en sus quehaceres, excepto la madre superiora que  había estado en su despacho.   Pero cómo controlar si alguna se había ausentado en algún momento, sin ni siquiera levantar sospechas.
          Todas sus pesquisas eran inútiles, repasaron una y otra vez todo lo que había en el cuarto, algo que les pudiera dar una pista sobre lo que se estaba buscando.   Allí no había nada peculiar.
           Antes de darse por vencidos,  pensaron en quemar el último cartucho.       Decidieron detallar todo lo ocurrido a sor Isabel para saber que podían estar buscando y así tener un punto de inicio en el que pensar.   Algo común entre los dos aposentos, algo debería haber que pudiera causar los registros.
         Cuando sor Isabel se enteró de lo sucedido, montó en cólera.     Lo único que podía unir las dos estancias era Simón.    Si a alguien se le ocurría tocar a su criatura, la despellejaría viva con sus uñas.
        Aunque ella pretendía salir al patio y reunir a todas, entre los dos, la convencieron para que no lo hiciese.  Así no se conseguiría nada, había que descubrirla con cautela, sin levantar sospechas de sus intenciones.   Buscaron y buscaron, pero tampoco encontraron nada a lo que poder dar una relevancia.
         Habían pasado ya los meses establecidos.       El día en que las postulantes, pasaban a ser novicias, era una jornada especial.  
Acudieron varias personas a contemplar el primer paso dado hacia la unión con Dios.    La solemnidad de un acto tan emotivo, parecía levantar los techos y ensanchar las paredes de la pequeña capilla.
                Sus descripciones bautismales fueron abandonadas junto con los mundanos pecados y las virtudes teologales se encunaron en sus almas con unos nuevos nombres:

·         La doña……………..…...  Soledad
·         La señoritinga……….…..  Angustias
·         La  mojigata………….….  Amparo

            Pasado un tiempo, la noche en que Simón cumplía los años, como siempre, se ausentaba de su celda.  Sor Isabel salía al portal y acurrucada, envuelta en una áspera manta, esperaba para ver si alguna mujer merodeaba por los alrededores hasta que empezaba a oír  las pisadas de las hermanas despertando por los pasillos.
Tras los portones, asomando su nariz por la rendija, vigilaba cada  sombra deambulante, esperando apareciese quien no sabiéndose observada, aportara alguna luz, sobre la procedencia de Simón.
       Antes de romper la claridad, ella entraba de nuevo, sabiendo que otro año más, estaría a su lado.
                  Esa mañana, al ir hacia la capilla, para maitines y laudes recordó algo que había quedado arrinconado en el pasado, lo que solo ella sabía, eso que nunca contó, ese detalle, tal vez, pudiera ser por egoísmo, había incluso borrado de su memoria, eso, que se hallaba escondido donde nadie jamás lo encontraría.
   Su mente, desde hacía tiempo, había comenzado a tener lagunas cada vez con más frecuencia, los miedos a veces se apoderaban de ella, apreciaba como momentos del día se habían evaporado de su consciencia y se sentía confundida.    Otras, bueno,  simplemente pensaba que no debía darle importancia;  trastornos transitorios del cuerpo y la mente, en una situación que con los años, debe de que pasar cualquier mujer, llegada la pérdida de su condición  de fertilidad.
                         Pasó el noviciado, las tres aceptaron proseguir con el  juniorado.
                 Aun quedaba un largo camino por recorrer hasta aceptar sus votos definitivos.         La vida entre aquellos muros había dado y madurado sus frutos.    Las dudas y resquemores de los primeros meses habían pasado a la historia y  la liturgia establecida dentro de la orden formaba parte de sus vidas
                       Sin remedio, llegó el momento tan temido.  Simón se acercaba a la pre-adolescencia.     Entonces, una vez terminada su etapa escolar, como condición pactada en la carta de la concesión de su tutela, debería abandonar el convento, marchar al internado del monasterio de los monjes franciscanos, allí seguiría estudiando y permanecería hasta alcanzar la mayoría de edad.
             En su maleta, entre la ropa, la biblia de la madre superiora, el rosario de sor Enedina y una carta dada por sor Isabel, la cual no debía de abrir según lo prometido ante dios, hasta el momento en que por fin, cumpliese los dieciocho años.



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