La celda de Sor Isabel estaba patas arriba,
alguien había revuelto todo, pero no faltaba nada. En fin, la persona debía buscar algo ¿pero
qué?, ¿quién? Solo podía ser una de las
nuevas.
Como es natural, todas las miradas se fueron
focalizando sobre la señoritinga.
Desde luego que era presumida e insolente,
caprichosa y vengativa, ¿pero qué la habría impulsado a hacer eso?, ¿Qué cosa buscaría
en un sitio donde nada especial había?
Pasados unos días, Simón sin encomendarse a
ningún santo, se fue a hablar con ella, y pedirle explicaciones de lo ocurrido.
Ella
juró y perjuró hasta la extenuación, que no había sido, toda su aptitud altiva cayó
derrotada por la impotencia frente a la acusación tan empecinada por parte de
aquel mocoso, y ella, sin saber cómo defenderse de algo que no había
hecho.
Sus lágrimas imploraban perdón, por
mostrarse tan arrogante desde el primer día, lo que sin duda había forjado el
motivo en la creencia de su
culpabilidad.
Simón,
de repente dejó de gritarle, vio como la señoritinga, atalaya erguida, yacía a
sus pies exhausta.
Averiguaría quien había sido, pero
antes debía librar de sospechas la imagen de aquella desdichada.
Se fue
hasta el despacho de la Madre y confesó su culpa.
Él
había desordenado todo jugando, era un pirata malo y aquella celda un barco que
desmantelar.
Una gran reprimenda y la
promesa de un castigo ejemplarizante, hicieron que la joven también se inculpase
de los mismos hechos.
Al final, por mentirosos los dos se vieron
confinados en la cocina durante un tiempo, fregarían todos los cacharros y
después serian los encargados de limpiar las pocilgas. Los trabajos
menos gratos en aquel recinto.
La verdad es que acabaron
haciendo buenas migas entre los dos.
Ella
no paraba de rezongar por todo y él se reía de sus gestos malhumorados, lo que
la encendía aún más. Poco
a poco se fue acostumbrando a que las cosas, hay que aceptarlas como vienen.
No había más remedio que hacerlas, pues mejor
con alegría y el tiempo pasa más rápido.
Llegó
el día de retiro que solía coincidir con el último domingo del mes y como no,
también la hora del capítulo de culpas.
La madre superiora, esperaba oír una
confesión de alguna de ellas, pero nada ocurrió, sin ningún otro particular
exhortó a todas y se dirigieron en silencio hacia el comedor dando por zanjado
tan desagradable acontecimiento.
Todo ya, parecía olvidado. El
tiempo había cicatrizado las rencillas y el convento había vuelto a ser una
balsa de aceite.
Pero… Antes de comer, Simón corría hacia donde se
encontraba la señoritinga. Había vuelto a ocurrir, esta vez en su habitación.
Tenían que colocar todo antes de que alguien
se diera cuenta e investigar entre los dos quien era la causante de esos
desmanes y el motivo de su despropósito.
Esa mañana, todas habían permanecido
acompañadas en sus quehaceres, excepto la madre superiora que había estado en su despacho. Pero cómo controlar si alguna se había ausentado
en algún momento, sin ni siquiera levantar sospechas.
Todas sus pesquisas eran inútiles, repasaron
una y otra vez todo lo que había en el cuarto, algo que les pudiera dar una
pista sobre lo que se estaba buscando. Allí
no había nada peculiar.
Antes de darse por vencidos, pensaron en quemar el último cartucho. Decidieron detallar todo lo ocurrido a
sor Isabel para saber que podían estar buscando y así tener un punto de inicio
en el que pensar. Algo común entre los
dos aposentos, algo debería haber que pudiera causar los registros.
Cuando
sor Isabel se enteró de lo sucedido, montó en cólera. Lo
único que podía unir las dos estancias era Simón. Si a
alguien se le ocurría tocar a su criatura, la despellejaría viva con sus uñas.
Aunque ella pretendía salir al patio y
reunir a todas, entre los dos, la convencieron para que no lo hiciese. Así no se conseguiría nada, había que
descubrirla con cautela, sin levantar sospechas de sus intenciones. Buscaron
y buscaron, pero tampoco encontraron nada a lo que poder dar una relevancia.
Habían pasado ya los meses establecidos. El día en que las postulantes, pasaban a ser
novicias, era una jornada especial.
Acudieron varias personas a contemplar el primer paso dado hacia la
unión con Dios. La solemnidad de un acto tan emotivo, parecía
levantar los techos y ensanchar las paredes de la pequeña capilla.
Sus descripciones
bautismales fueron abandonadas junto con los mundanos pecados y las virtudes teologales
se encunaron en sus almas con unos nuevos nombres:
·
La doña……………..…... Soledad
·
La señoritinga……….….. Angustias
·
La mojigata………….…. Amparo
Pasado un tiempo, la noche en que Simón
cumplía los años, como siempre, se ausentaba de su celda. Sor Isabel salía al portal y acurrucada,
envuelta en una áspera manta, esperaba para ver si alguna mujer merodeaba por
los alrededores hasta que empezaba a oír
las pisadas de las hermanas despertando por los pasillos.
Tras los portones, asomando su nariz por la rendija, vigilaba cada sombra deambulante, esperando apareciese quien
no sabiéndose observada, aportara alguna luz, sobre la procedencia de Simón.
Antes de romper la
claridad, ella entraba de nuevo, sabiendo que otro año más, estaría a su lado.
Esa mañana, al ir hacia la capilla, para
maitines y laudes recordó algo que había quedado arrinconado en el pasado, lo que
solo ella sabía, eso que nunca contó, ese detalle, tal vez, pudiera ser por
egoísmo, había incluso borrado de su memoria, eso, que se hallaba escondido
donde nadie jamás lo encontraría.
Su mente, desde hacía tiempo, había comenzado
a tener lagunas cada vez con más frecuencia, los miedos a veces se apoderaban
de ella, apreciaba como momentos del día se habían evaporado de su consciencia
y se sentía confundida. Otras, bueno, simplemente pensaba que no debía darle
importancia; trastornos transitorios del
cuerpo y la mente, en una situación que con los años, debe de que pasar
cualquier mujer, llegada la pérdida de su condición de fertilidad.
Pasó el noviciado, las tres aceptaron
proseguir con el juniorado.
Aun quedaba un largo camino por recorrer
hasta aceptar sus votos definitivos. La vida entre aquellos muros había dado
y madurado sus frutos. Las dudas y resquemores de los primeros meses
habían pasado a la historia y la
liturgia establecida dentro de la orden formaba parte de sus vidas
Sin remedio, llegó el momento tan temido. Simón se acercaba a la pre-adolescencia. Entonces,
una vez terminada su etapa escolar, como condición pactada en la carta de la
concesión de su tutela, debería abandonar el convento, marchar al internado del
monasterio de los monjes franciscanos, allí seguiría estudiando y permanecería
hasta alcanzar la mayoría de edad.
En
su maleta, entre la ropa, la biblia de la madre superiora, el rosario de sor
Enedina y una carta dada por sor Isabel, la cual no debía de abrir según lo
prometido ante dios, hasta el momento en que por fin, cumpliese los dieciocho
años.
En fin me enganchó del todo. Ahora a esperar
ResponderEliminarcon pausa. como debe de ser.
EliminarGracias.