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martes, 14 de junio de 2016

Hijo de la Tormenta .-2



          La madre superiora se asomó a la ventana con el rostro desencajado. La luz se convirtió en sombras, el caer del agua en la fuente se detuvo, las flores plegaron sus pétalos sobre sí, hasta quedar cerradas,  la ilusión se convirtió en desdicha  y los sueños de futuro en un simple espejismo.
    Tras unos segundos, alzó los brazos al cielo y gritó con todas sus fuerzas.
                  El aire se impregnó de júbilo, los pájaros revolotearon enloquecidos, las rosas se abrieron mostrando todo su esplendor, las alabanzas a Dios brotaron de sus gargantas llenando los cielos de fuegos artificiales con estruendos de colores que expulsaron el miedo fuera de aquellos muros y lo dejaron confinado en las entrañas de la tierra, en un lejano lugar.
        En la sala de costura, se desempolvaron las agujas de hacer punto, los hilos de bordar y las suaves telas de felpa.
      Una de las hermanas, hija de ebanista, se ofreció a realizar una cuna con barrotes trenzados. Aún recordaba lo aprendido de niña, viendo a su padre en el taller donde le gustaba jugar con las herramientas, habiendo adquirido gran destreza.  Entre tanto a la cocinera (sor Enedina), se le hacía la boca agua pensando en los sabrosos manjares que prepararía para sus purés.
               Al sacerdote que acudía todos los domingos y fiestas de guardar a oficiar la misa y proporcionarles el cuerpo de Cristo, se le encomendaría la tarea de buscar a dos personas de bien, buenas cristianas y responsables, que ejercieran como padrinos en el bautizo de Simón.
              Fue un gran orgullo para toda la congregación, que el obispo de la diócesis se ofreciera voluntariamente a impregnar él mismo aquel primer sacramento y en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, quedó vinculado al cristianismo.

    Transcurría el tiempo.    Simón crecía rodeado de feliz ingenuidad.
        Sus primeros abrazos, sus primeras palabras, sus primeros pasos, eran siempre dirigidos a Isabel;   pero los más apretados besos, los guardaba para Enedina,  la viejecita que cada día pacientemente,  le daba de comer hasta dejar aquel plato hondo reluciente como un espejo, a lo que ella también ayudaba a veces con alguna cucharada que otra.
    El tiempo parecía volar, un mes engordaba y otro, pegaba el estirón. De la celda de sor Isabel, pasó a una habitación acondicionada para él.  De la cuna de barrotes trenzados a un somier con cuatro patas y de los vestiditos de bebé a su primer pantalón, sin bolsillos y con una goma ancha como cintura, en fin, la falta de experiencia, se hizo lo que se pudo.
      Pronto empezó a ayudar en todas las tareas. Aunque su ayuda no fuera más que una manera de trabajar dos veces en el mejor de los casos. Estaban encantadas con la alegría que les aportaba y cómo con su media lengua, enseñado por sor Celia, mientras recogían los huevos de las gallinas,  empezaba a tararear las estrofas de los cantos marianos.
       En el comedor, todas esperaban a ver su cara con la primera cucharada, cuando giñaba un poco el ojo, era porque sor Enedina, se había pasado un poquito de sal. Les hacia tanta gracia que estuvieron comiendo salado hasta que la madre superiora tuvo que bajar a poner orden en la cocina.
             Parece mentira que hayan pasado los años.    La obligación de escolarizarlo, trajo a sus labios las primeras preguntas sin respuestas.      Afloraron sus porqués y los complejos de no tener padre y madre, como el resto de niños.       Las lenguas de doble filo lo injuriaban dando por hecha, tanto la certera maternidad de sor Isabel, como aquella hipotética paternidad del mismísimo obispo.    Algo que a él, más que ofenderlo, le regalaba respuestas  y sosiego, aún percatándose a su corta edad, que eran tan solo, blasfemias sin fundamento.
              En aquellos momentos en los que el cielo se le caía encima, intentaba mantenerse fuerte y plantar cara  ante sus compañeros, pero su constitución, tampoco es que diera para más.
       Su brillantez residía en el cerebro y su fortaleza en el corazón.
           Flaco favor le hacían esas espléndidas virtudes a la hora de defenderse cuerpo a cuerpo, frente a los rudos chicos de cursos superiores.
      Los profesores…  bueno, tampoco es que lo mirasen con buenos ojos.   En aquel colegio de niños bien, eran gustosos de ser agasajados con regalos de los padres, una de tantas formas según ellos, de reconocer su labor docente.       Pobre Simón, entre sus manos, solo llevaba a diario los libros, eso sí, nuevecitos y sin una marca de lapicero.
           Nunca le faltaron los ánimos de las hermanas para mirar hacia delante, siempre los deberes bien hechos y aunque los sobresalientes brillasen por su ausencia, los aprobados eran motivo de satisfacción suficiente para colmarlo de besos.

         Aquella primavera, una tarde del mes de mayo, tras terminar la procesión del Corpus en la catedral, cruzaban aquellas puertas para incorporarse a la vida de clausura,  unas personas muy distintas entre sí.
    Una veinteañera de corte arrogante, genio impulsivo y vocabulario poco elegante, que a saberse lo que habría preparado.
    Entraba por deseo de sus adinerados padres.    Jaca hecha complicada de domar, con muchos caminos recorridos al galope, sin bocado y sin riendas, tal vez, cabalgada a pelo, sin montura, en más de una ocasión.  
  Otra, una adolescente jovencita, recién cumplidos los dieciséis, pelo corto y rojizo, su nariz rodeada de pecas, con boca risueña y mirada vergonzosa, pobre de espíritu hasta en sus andares, llegaba del pueblo con la maleta cargada de inocencia, para recluirse al abrigo de aquellos muros.
    Y la tercera;    señora abocada a los cuarenta, bien conservada, con acento gracioso en su manera de hablar y tez oscura.   Licenciada en educación, matrícula de honor en respeto, muy elegante en sus hechuras, que cansada de inmundicias terrenales mal disfrutadas, había decidido cambiar su camino, buscando el refugio de la oración, para los próximos años de su vida.
         Una vez iban adaptándose al horario y las normas de convivencia,  sor Carmen (encargada de ellas en el postulado) decidió incorporar al aula al pequeño Simón, pues todas sus lecciones, se veían alteradas, por los gritos y las carreras, pasillo arriba y abajo de aquel mocoso.         Luego muchas veces lo pensó, tras las continuas interrupciones…… más le habría valido dejarlo gritar y correr.
             Era aplicado en las letras y números, algo despistado e inquieto, culillo de mal asiento por su tierna edad y la confianza en aquel entorno, pero obediente y disciplinado ante la amenaza de contarle su comportamiento a sor Isabel. Cuidado con ella, todo su amor era puro genio y diestra con la zapatilla como la mejor de las madres.
       A simón de todas formas no había quien le ganase en el bello arte de la zalamería. Tenía encandiladas a todas en especial a la Madre superiora. La vista de esta, ya no era lo que había sido y él, siempre estaba dispuesto a ayudarla leyéndole en voz alta, con medias palabras llenas de imaginación  las sagradas escrituras que tanto le gustaban, aunque lo que la criatura decía, no tuviese nada que ver, ni con las cosas escritas ni con palabras sagradas.
            Luego se daba un pequeño paseo por la huerta y aunque estorbaba más que ayudaba, el muchacho le ponía ganas con la azada, cuyo astil era más alto que él.
                De vuelta, camino a su cuarto, lo mismo alborotaba las gallinas que le daba besitos a los conejos, el caso era incordiar repartiendo alegría por todos sitios.
           Llegada la hora, hasta la cena como todas las tardes, se encerraba en su habitación, y frente a los libros esperaba a oír la campañilla,  cumpliendo con sus obligaciones.

                    Una mañana un suceso extraño, puso en pie de guerra a toda la comunidad.  La extrañeza del hecho y la nula certeza de su autoría,  sembró la desconfianza entre todas.    



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