La madre superiora se asomó a la ventana con
el rostro desencajado. La luz se convirtió en sombras, el caer del agua en la
fuente se detuvo, las flores plegaron sus pétalos sobre sí, hasta quedar
cerradas, la ilusión se convirtió en
desdicha y los sueños de futuro en un
simple espejismo.
Tras unos segundos, alzó los
brazos al cielo y gritó con todas sus fuerzas.
El
aire se impregnó de júbilo, los pájaros revolotearon enloquecidos, las rosas se
abrieron mostrando todo su esplendor, las alabanzas a Dios brotaron de sus
gargantas llenando los cielos de fuegos artificiales con estruendos de colores
que expulsaron el miedo fuera de aquellos muros y lo dejaron confinado en las
entrañas de la tierra, en un lejano lugar.
En la sala de costura, se desempolvaron las
agujas de hacer punto, los hilos de bordar y las suaves telas de felpa.
Una de las hermanas, hija
de ebanista, se ofreció a realizar una cuna con barrotes trenzados. Aún
recordaba lo aprendido de niña, viendo a su padre en el taller donde le gustaba
jugar con las herramientas, habiendo adquirido gran destreza. Entre tanto a la cocinera (sor Enedina), se le
hacía la boca agua pensando en los sabrosos manjares que prepararía para sus
purés.
Al
sacerdote que acudía todos los domingos y fiestas de guardar a oficiar la misa
y proporcionarles el cuerpo de Cristo, se le encomendaría la tarea de buscar a
dos personas de bien, buenas cristianas y responsables, que ejercieran como
padrinos en el bautizo de Simón.
Fue un gran orgullo para toda la congregación,
que el obispo de la diócesis se ofreciera voluntariamente a impregnar él mismo
aquel primer sacramento y en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
quedó vinculado al cristianismo.
Transcurría el tiempo. Simón crecía rodeado
de feliz ingenuidad.
Sus primeros abrazos, sus
primeras palabras, sus primeros pasos, eran siempre dirigidos a Isabel; pero
los más apretados besos, los guardaba para Enedina, la viejecita que cada día pacientemente, le daba de comer hasta dejar aquel plato hondo
reluciente como un espejo, a lo que ella también ayudaba a veces con alguna
cucharada que otra.
El tiempo parecía volar, un
mes engordaba y otro, pegaba el estirón. De la celda de sor Isabel, pasó a una
habitación acondicionada para él. De la
cuna de barrotes trenzados a un somier con cuatro patas y de los vestiditos de
bebé a su primer pantalón, sin bolsillos y con una goma ancha como cintura, en
fin, la falta de experiencia, se hizo lo que se pudo.
Pronto empezó a ayudar en
todas las tareas. Aunque su ayuda no fuera más que una manera de trabajar dos
veces en el mejor de los casos. Estaban encantadas con la alegría que les
aportaba y cómo con su media lengua, enseñado por sor Celia, mientras recogían
los huevos de las gallinas, empezaba a tararear
las estrofas de los cantos marianos.
En el comedor, todas
esperaban a ver su cara con la primera cucharada, cuando giñaba un poco el ojo,
era porque sor Enedina, se había pasado un poquito de sal. Les hacia tanta
gracia que estuvieron comiendo salado hasta que la madre superiora tuvo que
bajar a poner orden en la cocina.
Parece mentira que
hayan pasado los años. La obligación de escolarizarlo, trajo a sus
labios las primeras preguntas sin respuestas. Afloraron sus porqués y los complejos de
no tener padre y madre, como el resto de niños. Las lenguas de doble filo lo injuriaban dando
por hecha, tanto la certera maternidad de sor Isabel, como aquella hipotética
paternidad del mismísimo obispo. Algo
que a él, más que ofenderlo, le regalaba respuestas y sosiego, aún percatándose a su corta edad,
que eran tan solo, blasfemias sin fundamento.
En aquellos
momentos en los que el cielo se le caía encima, intentaba mantenerse fuerte y
plantar cara ante sus compañeros, pero
su constitución, tampoco es que diera para más.
Su brillantez residía en
el cerebro y su fortaleza en el corazón.
Flaco favor le hacían
esas espléndidas virtudes a la hora de defenderse cuerpo a cuerpo, frente a los
rudos chicos de cursos superiores.
Los profesores… bueno, tampoco es que lo mirasen con buenos
ojos. En aquel colegio de niños bien,
eran gustosos de ser agasajados con regalos de los padres, una de tantas formas
según ellos, de reconocer su labor docente.
Pobre Simón, entre sus manos, solo llevaba a
diario los libros, eso sí, nuevecitos y sin una marca de lapicero.
Nunca le faltaron los ánimos de las
hermanas para mirar hacia delante, siempre los deberes bien hechos y aunque los
sobresalientes brillasen por su ausencia, los aprobados eran motivo de
satisfacción suficiente para colmarlo de besos.
Aquella primavera, una
tarde del mes de mayo, tras terminar la procesión del Corpus en la catedral,
cruzaban aquellas puertas para incorporarse a la vida de clausura, unas personas muy distintas entre sí.
Una veinteañera de corte
arrogante, genio impulsivo y vocabulario poco elegante, que a saberse lo que
habría preparado.
Entraba
por deseo de sus adinerados padres. Jaca hecha complicada de domar, con muchos
caminos recorridos al galope, sin bocado y sin riendas, tal vez, cabalgada a
pelo, sin montura, en más de una ocasión.
Otra, una adolescente jovencita, recién
cumplidos los dieciséis, pelo corto y rojizo, su nariz rodeada de pecas, con boca
risueña y mirada vergonzosa, pobre de espíritu hasta en sus andares, llegaba
del pueblo con la maleta cargada de inocencia, para recluirse al abrigo de
aquellos muros.
Y la tercera; señora abocada a los cuarenta, bien
conservada, con acento gracioso en su manera de hablar y tez oscura. Licenciada
en educación, matrícula de honor en respeto, muy elegante en sus hechuras, que
cansada de inmundicias terrenales mal disfrutadas, había decidido cambiar su
camino, buscando el refugio de la oración, para los próximos años de su vida.
Una vez iban adaptándose al horario y las
normas de convivencia, sor Carmen (encargada
de ellas en el postulado) decidió incorporar al aula al pequeño Simón, pues
todas sus lecciones, se veían alteradas, por los gritos y las carreras, pasillo
arriba y abajo de aquel mocoso. Luego muchas veces lo pensó, tras las
continuas interrupciones…… más le habría valido dejarlo gritar y correr.
Era aplicado en las letras y números, algo
despistado e inquieto, culillo de mal asiento por su tierna edad y la confianza
en aquel entorno, pero obediente y disciplinado ante la amenaza de contarle su
comportamiento a sor Isabel. Cuidado con ella, todo su amor era puro genio y
diestra con la zapatilla como la mejor de las madres.
A simón de todas formas no
había quien le ganase en el bello arte de la zalamería. Tenía encandiladas a
todas en especial a la Madre superiora. La vista de esta, ya no era lo que
había sido y él, siempre estaba dispuesto a ayudarla leyéndole en voz alta, con
medias palabras llenas de imaginación las
sagradas escrituras que tanto le gustaban, aunque lo que la criatura decía, no
tuviese nada que ver, ni con las cosas escritas ni con palabras sagradas.
Luego se daba un pequeño
paseo por la huerta y aunque estorbaba más que ayudaba, el muchacho le ponía
ganas con la azada, cuyo astil era más alto que él.
De
vuelta, camino a su cuarto, lo mismo alborotaba las gallinas que le daba
besitos a los conejos, el caso era incordiar repartiendo alegría por todos
sitios.
Llegada
la hora, hasta la cena como todas las tardes, se encerraba en su habitación, y
frente a los libros esperaba a oír la campañilla, cumpliendo con sus obligaciones.
Una mañana un suceso extraño, puso en pie de
guerra a toda la comunidad. La extrañeza
del hecho y la nula certeza de su autoría, sembró la desconfianza entre todas.
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