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jueves, 30 de junio de 2016

Hijo de la tormenta.- 7






        .-Madre, Madre, tengo que hablar con usted.
     No sabía cómo decírselo, pero entienda que siento verdadera envidia de la manera en que él, le lee en los paseos, es tanta la admiración por su forma de interpretar la palabra de Dios, que el verano pasado, siempre esperaba escondida cerca de aquel tronco caído, donde se sentaban haciendo un alto para descansar.    Allí, donde él se esmeraba más,  justo cuando usted, oía su lectura con los ojos cerrados. 
  Si tan solo en eso rato, si usted permitiera, pudiera acompañarlos sin tener que estar oculta tras los matorrales, me haría tan feliz.
              La Madre accedió gustosamente a su petición, no sin antes recriminarla.    .-No está bien escuchar a escondidas a las personas y aún peor, es espiar la elevación las almas.
      No solo ella fue quien accedió a aquel privilegio. 
 Una a una, se fueron sumando y a aquel tronco, se aproximaron otros y unas grandes piedras donde sentarse, y así poder escuchar atentamente las palabras de Simón cuando todavía, lucía el sol en el firmamento.  Luego ellos, como habían hecho siempre, mientras el resto acudía a vísperas, seguían con el paseo, a solas, andando con calma y reflexionando sobre lo leído. 
       En las cosas de pareja, solo caben dos.    Bueno, dos y Dios.

                    Una tarde de regreso a casa, algo se cruzo en el camino de Simón.     Una tranquilidad  nunca antes experimentada invadió su cuerpo.  A través del estallado cristal de su casco, apoyado en el asfalto, pudo ver como una linda mujer se le acercaba y  tendía su mano.      Cuando estaba a punto de aceptarla con todo placer, sor Isabel se interpuso entre ellos. 
       Entonces…  oyó unos gritos, sirenas, y unos destellos amarillos frente a él, enturbiaron su visión, llevándose su consciencia.
         Solo un momento le bastó para entender.   Sobre él, una gran luz.  Alrededor unas personas vestidas de verde y caras ocultas por mascarillas. Su mente de nuevo volvió a desplazarse hacia la nada, e ingrávidas en el ambiente, quedaron las dudas, los temores y las esperanzas.
      La noticia cayó tras los muros como un jarro de agua helada.
    Aquella noche parecía no querer remitir.     Interminable en su negrura, el horizonte se negaba a clarear y el cielo lleno de nubes rastrallaba en su lamento.     Los relámpagos se azotaban entre sí, como látigos endiablados, y los truenos rebuznaban, como asnos en celo, negándose a toda costa a derramar una sola lágrima de duelo. 
      La tormenta, al igual que lo trajo, volvía más fiera que nunca para alojarlo entre sus garras.
              A primera hora de la mañana del domingo, por medio del sacerdote, se hizo llegar al obispado una misiva urgente, en la que solicitaban  a su eminencia les concediera dispensa extraordinaria por motivos familiares,  para así poder acudir al hospital.
          Poco antes de la hora del almuerzo, la Madre superiora ya no podía esperar más la respuesta de conformidad.      Se bajó el velo tapando su rostro, cogió del brazo de una hermana y andando con aire de marcialidad, encaminaron la cuesta abajo.
          Nada se podía hacer más que esperar acontecimientos.
     Simón sumido en un coma profundo y tal vez irreversible, yacía lleno de tubos y cables sobre una cama. Su cuerpo desnudo, lleno de costuras de arañas negras, ocultas bajo quejumbrosos apósitos, apenas pegados a la piel por esparadrapos de papel.
     Ni tan siquiera respiraba por sí mismo, un fuelle insuflaba aire a sus bronquios, mientras la sinfonía de su corazón con desmayados suspiros marcaba el ritmo de la ausencia.      Ya solo cabía esperar, día tras día, noche tras noche.   Dios tomaría la decisión definitiva.
      Entre tinieblas cortantes como carrizos, escondidas espinas de aliagas en flor, las luces y las sombras, las emociones encontradas, el bien y el mal, la risa y el llanto, la realidad y la ficción, lo dulce y lo amargo se disputaban  a quien se negaba con todas sus fuerzas a abandonar el edén.        
            Abstracciones contradictorias deambulando sin rumbo fijo, exentas de ataduras de tiempo y espacio, que fueron renunciando a su existir dejando de nuevo su lugar a la oscuridad más absoluta, hasta que las aguas se fueron calmando y la nada volvió a invadir sus introspecciones extracorpóreas.
   La ausencia de sus sentidos vitales,  no le impidieron percibir una caricia en su mano y acompañado por un suspiro ese tibio beso en la frente, mientras una fría lagrima vertida por la Madre superiora, le recorría la mejilla hasta posarse en la almohada.
     Su inconsciencia, comenzó a cobrar vida y su cuerpo inerte dejó que la energía reprimida, abandonase  la materia, para mostrar su esencia desde otra dimensión.
         A veces, durante breves instantes del día, apoyaba su espalda sobre el marco de la puerta.    Miraba a aquellas monjitas rezando, pasando una a una las cuentas del rosario, sentadas a cada lado de la cama, donde un cuerpo dormía sin hora de despertar. Después, se acercaba hasta la ventana, desde allí podía ver los muros de la huerta, y a veces, creía incluso oír las campanillas, que cada tarde, antes de comenzar el silencio mayor, se hacían sonar varias  veces, como plegaria a la virgen, para su pronta recuperación.
        Pasados cuarenta días y cuarenta noches, por fin despertó del letargo.       Su cuerpo escuálido sin apenas masa muscular, debía coger fuerzas de nuevo antes de ponerse en pie y comenzar con la ardua e inmisericorde tarea, de comenzar de nuevo el aprendizaje de caminar.
         Las semanas y meses pasaban, recluido en aquella habitación de donde solo se ausentaba cuando los celadores en volandas  lo acercaban hasta el gimnasio.      Allí poco a poco, despreciando su destino, aferrándose a un sueño,  agarrado a las barras paralelas, iba avanzando paso a paso hacia la libertad.   Esa, de la que se veía privado por aquellos hierros que lo cubrían de las caderas hasta los tobillos y  predestinados a formar parte de su cuerpo.
     Su esfuerzo repetido y constante, terminó dando sus frutos.    
                  Lentamente, sujeto en dos muletas y siempre con las palabras de aliento de alguna hermana a su lado, apretaba los dientes.  Se dirigía hasta el ascensor, de  allí hasta la terraza y de nuevo paso a paso regresaba a la habitación.  Un leve descanso, un poquito de agua para aclararse la boca y otra vez de nuevo.
       No estaba dispuesto a estrenar la silla de ruedas que esperaba aún embalada en su caja, detrás de la puerta de la habitación.
           Al atardecer, ya en soledad, caía reventado a la cama.   
       La noche antes de dar sus primeros pasos con una sola muleta, entre sueños, pudo ver como sor Isabel, revolvía  desesperada  su celda  buscando quien sabe qué cosa, después sola en medio de la noche se dirigía a la huerta.    Su propia voz lo despertó al gritar…  ¿POR QUÉ?
    Abrió sus ojos en la más profunda oscuridad y allí, sentada a su lado, vigilante, estaba ella.  Siempre a su lado, cuidándolo desde que nació, soplando su cuerpo en las noches de verano, para que no sintiese calor.
   .- ¿por qué? porqué lo hiciste
          .- no es lo que te imaginas, cierra los ojos y podrás ver lo que sucedió
  .- no.   Quiero que me lo digas tú
       .- yo no sabría, confía en mí una vez más, cierra los ojos.
              El sueño siguió donde anteriormente se había detenido.
           Sor Isabel, también sumida en un profundo sueño se acercó al pozo.  En su interior pidiendo auxilio, estaba Simón cuando era niño.  Intentó cogerlo, pero sus brazos no lo alcanzaban. Entonces, con cordeles de los de cerrar los sacos anudó una piedra a sus pies para hacer contrapeso.   Introdujo su cuerpo en el pozo, apoyando sobre el muro su abdomen,  aún así no alcanzaba a conseguirlo.
   En un último esfuerzo posible, la piedra cayó tras ella y entonces despertó al contacto con el agua.  Se fue hundiendo lentamente su cuerpo en silencio, hasta que la piedra tocó el fondo y su alma se elevó con alegría por encima de aquellos muros, al ver que simón no estaba allí.  Todo había sido un mal sueño. Un sueño, que había terminado con su vida.  Tal vez tuvo que perderla, para que al final su niño, pudiera recuperar la suya.
            A partir de entonces, todas las noches se despertaba y abría lo ojos, pero ella no estaba.   Tantas ganas de volver a verla, tantas preguntas sin respuesta, ¿quien era aquella mujer que le tendió su mano?, ¿la muerte?, o  tal vez…  ¿sería su madre?






3 comentarios:

  1. Impresionante C.A.R.L. He andado inmersa en mi vía crucis particular por el hurto de mi poema. No he leído los anteriores, dime por favor, donde puedo encontrarlos. Graciasss, amigo mío.

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  2. Gran enigma Carlos. Yo creo que más bien era su madre vestida de muerte.
    ;-) Me ha encantado!! Voy a descansar y leer desde la playa algunos de tus interesantes relatos. Un mega abrazo. Disfruta del veranito.

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