Llegada la primavera, una carta del obispado,
instaba a la Madre superiora a mantener la cordura y no enturbiar la imagen del
convento.
Como responsable de la diócesis no podía
permitir que un hombre, campase a su libre albedrío por un recinto ascético por
definición.
Un
hombre, irresponsable por cierto, que parecía no darse cuenta de que con su negligencia, estaba poniendo en
boca de las personas de bien la decencia de las que allí guardaban clausura, al
que ellas, más irresponsables todavía, abrían las puertas ante los ojos de todo aquel
que pasaba por la calle y que permanecía en el interior largo tiempo, según
había llegado a sus oídos.
Era un obispo nuevo, que hacía caso a
todos los chismes en vez de escuchar los consejos de su secretario, ya capeado
en aquella plaza.
La Madre estaba que echaba chispas, pero
claro, tenía razón.
Mandó una solicitud urgente, instando
a que se aprobase la contratación de un especialista en horticultura a media
jornada, un día a la semana, con el fin de sacar un mayor partido al huerto del
cual recogían la mayoría de su sustento.
Entraría por la parte trasera para acceder
a la huerta donde los sábados por la tarde, realizaría su trabajo.
La
solicitud fue aprobada, en realidad lo único que cambió fue la puerta por la
que entrar. Simón firmó el contrato de
trabajo, un papel al fin y al cabo.
Él siempre había ayudado en todo, aquel convento era su casa. Que ahora había que estar contratado para
tomar un chocolate, pues bueno, tendría
que ser así.
Esa primavera el patio estaba a rebosar de
rosas aterciopeladas, su fragancia, inundaba los pasillos silenciosos, en el
fin de semana nunca faltaba una de ellas bien fresca sobre el montecillo de
tierra siempre escrupulosamente limpio bajo el que reposaba sor Isabel.
Lo que había cambiado la vida en esos
pocos meses. El rostro de Simón, volvía a lucir con esa
mirada de niño travieso, con ganas de encaramarse a las nubes para disfrutar
del horizonte. Con una sonrisa de oreja
a oreja, recibía a la vida cada mañana y sus manos otra vez de nuevo, eran
capaces de abarcar más personas con el fin de prestarles su ayuda.
Pero poco dura la alegría en la casa de los
pobres.
Con
la llegada del verano y los calores, enfermó sor Enedina.
Estaba muy mayor y sus piernas se habían
cansado de tanto ajetreo. Sin
salir de su celda, esperaba con paciencia que llagase cada sábado para recibir
el abrazo de aquel mozo, como si de una gran bendición se tratase. Este se sentaba a su lado como cuando era
pequeño. Ahora
sería él, quien como persona agradecida, aderezada la merienda con juegos, ocurrencias
y darle con gusto pacientemente el tazón de leche con galletas, hasta que
quedaba bien arrebañado.
Dejó
de hacerse el chocolate y los churros, ya no sabían igual por más que la
señoritinga se esforzase en igualarlo.
El día de San Juan, lo mandaron llamar. Su
tiempo se acababa y susurrando pidió un beso, un beso especial.
Simón,
a su lado, en aquellos breves momentos que trascurrieron desde su entrada por
la puerta hasta que se marchó su alma por la ventana, le dio uno y mil besos. Su rostro blanco, como el de una virgen, resplandecía
lleno de dulzura y sus parpados se entornaron para poder reproducir en su
memoria todas aquellas entrañables
imágenes de años vividos. Los
rayos del sol se asomaban por detrás de
las nubes para llenar de vida sus últimos alientos ante la mirada atónita del
obispo; Hoy se había acercado hasta allí para darle la
extremaunción por ser la más anciana de toda la diócesis.
Entonces comprendió lo que significaba
Simón para aquellas monjas y el valor de sus visitas cada fin de semana, visitas
que lo único que hacían, era acercarlas aún más a Dios.
Pasaron los minutos y él seguía allí, abrazado,
colmándola de besos y llamándola guapa. El
obispo y su secretario salieron de la celda para que las hermanas la
amortajaran, pero él no. Simón se quedó allí, cara a la pared, arrodillado, esperando.
Ni una voz, ni un gesto, recriminaron que se quedase. Al igual que hizo en su día con sor Isabel,
sus brazos la portaron hasta la parte de atrás de la capilla… y dos
rosas, las más rojas y hermosas, fueron separadas cada sábado de su tallo, para
adornar sus moradas.
Semana
a semana, bajo el sol abrasador de las primeras horas de la tarde, Los callos
de las manos de Simón empuñaban rabiosos el mango de la azada que peinaba los
surcos del huerto y removía la tierra adyacente al tronco de aquel
melocotonero.
La Madre
superiora esperaba sentada a que le apeteciese descansar un poco. La lectura de las sagradas escrituras se
había vuelto de nuevo la acompañante en sus paseos. Nadie
decía con tanta profundidad aquellas frases como él. Su voz parecía susurrar
cada palabra y en cada punto al terminar una oración, dejaba ese pequeño lapsus
de reflexión, acompañado de la inspiración larga y profunda. A veces
el paseo continuaba hasta casi el anochecer comentando lo leído.
Ella con la fe como bandera, él gustándose de
oír aquella voz llena de ternura y esperanza depositada en el reino de los
cielos.
Los dos
solos, para ellos dentro de aquellos muros, no existían los horarios ni el
tiempo. Pasado ya con creces su
setenta y cinco cumpleaños, a punto de caer el ochenta, la Madre, ya sabía
cuáles eran las exigencias que debía cumplir ante los ojos del señor. Entre
ellas no se encontraba la obligación de asistir a la capilla, aunque fuera una
hora mayor. Las vísperas del sábado, al final, darían mejor
resultado haciendo reflexionar al alma de aquel jovenzuelo enseñándole de nuevo
el camino de la fe.
Durante la semana, Simón solo salía del
trabajo a casa y de casa al trabajo, el sueldecillo le daba de sobra para
mantenerse, darse el gusto de llevar algunos pasteles y comprar un pequeño regalito
cada vez que una hermana cumplía años. El
resto lo iba ahorrando, ya pronto esa gran ilusión que tenía guardada desde
pequeño, se haría realidad.
El sábado siguiente, a las tres de la tarde,
un ruido rojo conducido por una especie de lagartija con casco, bordeaba la
tapia rugiendo.
Abrió la puerta y entre los surcos, dando
bandazos llegó hasta la entrada del patio central. Simón, se había comprado una moto de segunda
mano.
Todas lo rodearon rebosantes de
felicidad al ver a su niño con aquel
trasto, se quito el casco,
llevaba todo el pelo de punta empapado en sudor, que cosa más fea, la Madre
superiora riendo se acercó a atusarle el flequillo despeinado. Entonces…. ¿Será pecado??... yo creo que no.
Ella se sentó de lado en la parte trasera
del asiento, con una mano se agarro los hábitos, con el otro brazo abrazó
fuertemente el cuerpo de Simón. Dieron
una vuelta por la huerta, a cada bache el ruido del motor se veía ensordecido
por un ¡AY!, seguido de una carcajada llena de alegría y satisfacción.
Que paseo más emocionante, eso tan bonito no
podía ser pecado, ni tan siquiera una ofensa.
Una tras otra fueron realizando el recorrido.
Aquella tarde, fue recordada durante mucho
tiempo, única e irrepetible. Pensaron que de no ser así, le haría perder el
encanto a eso tan excepcional.
Los días se iban acortando. Los colores ocres y amarillentos del otoño,
suplían a los verdes en la copa de los arboles. El frío y las inclemencias del tiempo, obligaban
a que el paseo se diera por el interior
del convento. Sentados en
aquellas escaleras de piedra, que
cubrían con una manta vieja para evitar que su gélida textura llegase hasta sus
huesos y allí charlaban hasta caer el sol.
El crudo invierno de aquel año, no pudo
evitar ni una cita y llegando mediados de marzo el paisaje volvía a lucir con
todo su esplendor.
La desgarradora
palabra (cáncer) se introdujo de puntillas por la puerta del convento. Sin dejarse ver, disfrazado de climaterio,
sin pausa, iba apropiándose de aquel útero ya marchito.
Cuando detectaron su presencia en el cuerpo de
sor Soledad, (la doña) era demasiado tarde.
La cruel metástasis irreversible no dejaba otra opción que la
resignación y la espera ineludible de un punto y final.
Paseaba por los pasillos en las horas de reflexión,
pensando en que con el buen tiempo volverían aquellos paseos por la huerta de
la Madre, acompañada por Simón.
Entonces
se decidió a contar un secreto que tenía guardado.
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