Los abrazos y besos, eran algo
normal entre las amigas.
Al contrario que entre los
chicos, no estaba mal visto el que fuéramos cogidas de la mano o de la cintura
por la calle. Que entrásemos juntas
en el cambiador de una tienda de ropas, y
nos viésemos en ropa interior, incluso
desnudas.
Cuando dormíamos en la misma casa algún fin
de semana, lo hacíamos en la misma habitación incluso en la misma cama. Eso daba igual jamás tuvo importancia.
Ella y yo siempre fuimos confidentes de
inconfesables secretos. Nos contábamos
todo, incluso las intimidades que surgían en nuestras relaciones adolescentes,
una vez que empezamos a salir con
chicos.
Su vida empezaba a diferenciarse de la mía, la envidia me corroía y la necesidad de
demostrar que yo también podía sentir aquello
que ella decía sentía me empujaba a inventar historias fantásticas sobre una
relación que en realidad era un desastre.
La mía con mi marido. La que yo
había provocado quedándome embarazada poniendo medios insuficientes, para así poder
casarnos el mismo día, de no ser por el
bebé, él nunca se habría casado con migo o al menos no tan rápidamente.
Siempre habíamos hecho todo
junas y yo no quería que eso cambiase. No podía permitir que ella fuese a ser madre y
yo no. Por eso me
obcequé en conseguirlo, en cuanto me confesó la primera falta.
Ella siempre comentaba que
la única diferencia entre las dos era un mes en la fecha de nacimiento de
nuestros hijos y el no haber encontrado piso en el mismo bloque de viviendas
“aunque solo nos separaban dos portales”
Un día
su madre sufrió un lamentable incidente.
Un resbalón le provocó una
rotura de peroné y hubo que ingresarla, por lo que esa noche mi amiga la
pasaría en el hospital dándole sus cuidados y compañía.
A media tarde, pasó por debajo de mi balcón
y me saludó con la mano. Llevaba una
bolsa con un bocadillo, una botella grande de agua y el miniordenador portátil que le ayudaría a pasar el tiempo hasta que se durmiese más
entretenida leyendo algo, sin dejarse la vista en la pequeña pantalla del
móvil.
Cuando ya había anochecido dije en voz alta:
. – Voy a dar un paseo al
parque - ¡bah! como si no hubiese dicho nada.
Mi marido ni se
inmutó. Estaba viendo un partido en la tele y mi hijo estaba demasiado
entretenido con un juego en el ordenador en la habitación. Ya ves como para preocuparse de donde iba su madre.
Entré en el portal con el nº
21. La luz de la escalera no funcionaba. Cuando llegué al segundo piso, por debajo
de la puerta se dejaba ver una pequeña claridad. Llamé
al timbre y al momento el resplandor de la luz del pasillo intentó deslizarse
por aquella rendija e iluminar el suelo del rellano. Un hombre aburrido abrió la puerta.
Al verme
allí intentó simular el gesto y transformarse en la agradable persona que
siempre mostraba.
Me mandó entrar
atentamente. Que asco.
Me sorprendió que su aliento oliese a
bodega.
En el sofá tres almohadones
amontonados en un lado y una manta arrugada.
Sobre la mesa unas latas de
cerveza y una botella de vodka.
Me sorprendió la dejadez de no utilizar ni si
quiera un vaso para hacer esa mezcla tan repugnante.
Me mandó sentar y me ofreció
si quería tomar algo, a lo que contesté que no.
–solo venía a ver si necesitabas
algo -
Su hijo al igual que el mío estaba
en su habitación frente a la pantalla que los tenia atrapados.
Su mirada se empezó a volver desagradable
mientras miraba mi escote y su gesto de baboso imitaba al de mi marido cuando
ponía sus ojos en otras.
“incluida mi amiga”
Todo pareció derrumbarse a mi
lado y al mismo tiempo la mala persona que poseía mi interior parecía alegrarse
del desenlace de aquella visita. Me levante del sillón.
.- bueno si no necesitas nada me voy que me
están esperando.
Al llegar a la calle, llamé por teléfono, no
me apetecía nada ni siquiera pasar por casa.
.-oye, que esta noche la voy a pasar en el hospital.
Ni si, ni no, ni todo lo contrario, al fin y
al cabo daba igual. Estaba muy interesante el partido y había cervezas en la
nevera.
Nunca nos lo dijimos con palabras, dejamos
de sentir envidia la una de la otra por nuestras vivencias fingidas.
Esa noche, sentadas junto a la cama
de su madre, con nuestras manos cogidas, nos hicimos las dormidas cerrando los
ojos. Sabiendo que sí. Las vidas de las dos, eran las iguales.
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