Que difícil cuando uno cierra los
ojos y no ve nada.
Que difícil pensar que te mentían cuando
te dijeron que los sueños estaban al alcance de tu mano.
Que difícil tener que volver a
abrirlos, cuando en realidad no te apetece ver.
Que difícil despertar después de no
haber dormido.
Y que difícil dormir una realidad y
convertirla en un gozo, aunque sea efímero.
La soledad se ha quedado sola. La tristeza ya se ha entristecido demasiado,
tanto que el llanto de los ojos se ha secado y la pena del alma se volvió
mercurio, gris y pesado.
El silencio emite gritos sordos
desde un rincón de la habitación, espera recibir la respuesta del eco, pero la reverberación
engulle la nada y la oscuridad empaña los ventanales que miran al cielo, la
luna está nueva, ni ella nos quiere mirar.
Sobre la mesa, atrapada por una
mano que ya ni tan siquiera tiembla, una taza contiene aún un sorbo de café
negro, amargo, ya frio. Fondo, que conserva los posos que pretenden se leídos
por esa pitonisa loca, esa de la que todos se ríen, pero a la que todos van
para que les mienta diciendo aquello que quieren oír y así poder recobrar el
sueño y poder cerrar los ojos y soñar y esbozar una sonrisa con la carita en la
almohada y ser feliz un segundo. Eterno
y dulce segundo. Luminoso y cálido segundo. Bendito e ilusionante segundo.
Nada tengo. Nada te puedo ofrecer. Mi
nada, por un segundo.
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