Toda la noche, despiertos,
el perro aullando, y
no cesa.
Al amanecer se acerca
el doctor en su
calesa,
vestido con traje
negro
y un maletín, que no
pesa.
Los cuervos lo ven llegar
y en el tejado se
posan
con sus graznidos
burlescos.
El gato trepa a ahuyentarlos
dejando en la cal el
rastro
de uñas ensangrentadas.
Emes de muerte, resecas,
por el sol de la
mañana.
Allá por el medio día,
de sotana y
alzacuellos
con un hisopo en la
mano
entra el cura por la
puerta.
Mientras recorre el pasillo
la estola se va
poniendo,
el murmullo disminuye,
el silencio se hace
eterno.
Con aliento entrecortado
un vejestorio en la
cama
abre el ojo sin
querer.
Ve al cura con el hisopo
y rasgando su camisa
el pecho le deja ver.
Una hoz con un martillo
tatuada está en su
carne
junto a un nombre de
mujer.
El doctor, toma su pulso.
La sotana retrocede.
Los hijos, piden perdón.
El perro mueve la cola
al ver que los cuervos
huyen,
y el gato salta a la
cama
para lamerle la mano.
Una sonrisa en sus labios
y el pecho le
resplandece
cuando a esa mujer, él
nombra.
Es el nombre de su madre,
la que un día le dio a
luz
y ahora ha venido a
buscarlo
tras esa noche de
sombras.
Profundos versos para un momento tan triste.
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