Jorge; el que había dejado los
hábitos hacía años para irse desde allí
a trabajar a una fundición de acero en la provincia de Huesca, se había
relacionado con los sindicatos clandestinos e iba a ciertas reuniones, que en
aquella época eran frecuentes a un lado y otro cerca de la frontera francesa.
Una
llamada de teléfono lo puso sobre aviso, la asamblea prevista para dentro de
unas semanas llegaba con varias sorpresas y papel de regalo.
El viaje se preparaba
durante meses con toda discreción.
Solo los asistentes podían saber lugar, fecha y hora, ninguno tenía constancia de quienes eran
convocados por la cúpula sindicalista en el exilio.
A aquel hotel del pirineo,
fueron llegando e instalándose cada uno en su respectiva habitación; se
juntarían a la hora de cenar y luego la noche sería larga e interesante.
Jorge estaba más nervioso que de
costumbre, más gente de lo preciso sabía de aquella reunión; miraba por la
ventana esperando a ver quiénes de los que llegaban eran desconocidos o poco
frecuentes en las asambleas. La mayoría eras viejos conocidos, personas de
confianza, aunque en los momentos que se vivían nadie era de fiar, cualquiera
se podría vender por unas monedas.
De un coche flamante con
matrícula francesa, se bajaba un hombre mayor al que le faltaba un brazo; por
las apariencias, ese debía de ser el conferenciante que se estaba esperando
para dar un impulso nuevo al sindicalismo en España. Lo fue siguiendo con la mirada hasta que
entró en el establecimiento, luego se echó un rato sobre la cama. En su mente se conjugaban las
esperanzas de un nuevo tiempo con los sufrimientos del pasado. Le faltaba la respiración, tuvo que levantarse
al lavabo a lavarse la cara y sonarse los mocos con sabor a humo.
En todas las habitaciones los cigarrillos
se consumían uno tras otro, la espera se hacía eterna, puño izquierdo cerrado
que estrujaba las ganas de ser levantado al aire en libertad, pero aún no era
el momento; los que sabían decían que había que esperar, no podía quedar mucho
tiempo ya.
Ya los visitantes y turistas de ese fin de
semana habían cogido el camino de regreso a sus lugares de trabajo.
Puerta
por puerta el recepcionista del hotel fue llamando. .- ya pueden bajar al comedor.
Allí tan solo los empleados y los
convocados; nadie más tenía que estar,
nadie más tenía que saber.
Mientras se terminaba de preparar el
comedor, se iban saludando y haciendo corrillos junto a la barra del bar;
comentaban reuniones pasadas y hacían reflexiones del avance obtenido en esos
años de dura lucha por sus derechos laborales.
Jorge no paraba de mirar a los lados
buscando al manco. Deseaba
verlo de cerca, mirar sus ojos y oír su nombre.
Por fin bajó las escaleras
escoltado por dos perros de traje y corbata;
¿Qué hacían allí esos tipos? Los trabajadores y el pueblo no necesitan
guardaespaldas con corbata, tan solo, unas condiciones de igualdad y un sueldo
digno.
Uno
de los más veteranos se acerco a recibirlo a pie de los peldaños:
.-camaradas, aquí os presento a Javier;
excombatiente del ejercito republicano y expatriado en Francia, donde es un
alto cargo de nuestro sindicato.
Tras un aplauso cerrado fue
saludando a todos y pasaron al comedor.
Acabada la cena, pasaron a otra sala; como era
habitual, varias filas de sillas alineadas, las que encaraban la mesa
presidencial donde se sentarían Javier y
un par de ellos a sus flancos.
Todo trascurría con tranquilidad, los de
la corbata en un rincón y Jorge situado cerca de una puerta lateral que daba al
monte por la parte trasera del hotel (tal y como días antes le habían indicado
por teléfono) esperaba nervioso.
--Algo estaba por suceder pero no sabía qué--.
De pronto se oyeron voces en la entrada,
tras las cortinas de las ventanas se dejaban adivinar luces azules, el hotel
estaba rodeado, la policía irrumpió en la sala con sus armas en alto y los
disparos de aviso impactaron en la escayola techo.
Jorge se aproximó a Javier y cogiéndolo
por el brazo lo sacó por aquella puerta lateral. Mientras el resto permanecían agazapados en
el suelo, boca abajo y con las manos sobre la cabeza.
Al salir se encontró con dos personas de
paisano y encapuchadas, que tras dejarlos salir cerraron la puerta.
Jorge era el único que había logrado
escapar de las esposas y el calabozo al menos con vida.
Javier (el manco) al amanecer, fue encontrado
a unos cuantos cientos de metros entre unos arbustos, tenía un tiro en la
pierna y otro en el pecho.
En su
mano derecha una pistola que aún olía a pólvora.
En su huida (tal vez) había sido
abatido por las “fuerzas del orden”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario