Unas veces las circunstancias familiares,
otras por trabajo, las más por dejadez y las menos por yo que sé.
Y como siempre se dijo: unos por otros, la
casa sin barrer.
Tras años de ausencia y lejanía,
coincidieron en su ciudad natal, era el día de los santos; Andrés con el maletero abierto,
encorvado sacaba unas flores.
Miguel
se le quedó mirando con asombro. Sí,
era él, nunca olvidaría esas manos, nudillos saltones en el teclado del
acordeón.
Como ha pasado el tiempo, ¿Qué sería
del resto de componentes de aquella orquestina de verbena?
Ninguno imaginaba que nada más cruzar la
puerta del cementerio, se encontrarían con Román, también con unas flores, depositándolas
sobre una lápida negra maltrecha por los años.
No
podía ser, los tres juntos de nuevo.
Qué
habría sido de Marcos; aquella pequeña cosa que tocaba el fliscorno y se ponía
colorado de tanto soplar.
Porqué
no intentarlo. Sus padres estaban enterados
en las hornacinas a la izquierda, con un poco de suerte, lo mismo, algún
familiar… Allí sentado en una piedra
mientras sus hijos arrimaban la escalera para acceder al nicho, estaba él, tan
poquita cosa como siempre, con lo único que de aquellos tiempos en sus manos
quedaba; la boquilla de fliscorno. La había transformado en una especie de
llavero con que entretener algunos minutos muertos.
Seguía haciendo ejercicios de doble picado.
Que jodío, seguía siendo un perfeccionista.
Ahora
lo llevaba el hijo del dueño, aquel mocoso al que le hacían picardías a diario
y al que le encantaba ir hasta el cutre local de al lado, escuchando
atentamente mientras ensayaban aquellas enrevesadas melodías.
Después de comer, se dispusieron a cumplir
lo convenido.
Por un momento pareció detenerse el tiempo.
Sentado, tras la barra un mocetón, todo
un hombre, igualito a su padre: alto y
recio, colorado de cara y con aparente buen comer, de ponerse hasta las
trancas.
Qué
pena, el bar estaba vacío; mira que entonces había que pedir vez, para jugar
una partida a la hora del café.
En fin, para todos cambian los tiempos.
--Román se adelantó unos pasos, la puerta
estaba abierta y el camarero distraído viendo la tele--.
---su
voz pareció retumbar tanto que hasta el mozo se sobresaltó---
Román.- ¡Qué tal pirracas! ¿No saludas a los amigos?
Fidel.- me cago en ros, pero como
usted por aquí
Román.- y no vengo yo solo, estamos aquí toda la recua,
bueno solo falta tu padre.
Miguel.- buena pinta tienes, eso no es de no comer
Fidel.- se hace lo que se puede
Andrés.- ¡vamos chorra!, enciende la estufa, que tienes
esto helado
Fidel.- usted siempre mandando, si es que no cambia
Marcos.- pues ya estamos todos, cierro la puerta para que
no se vaya el gato.
Allí se sentaron los cuatro, junto a la
estufa de gas; Fidel se fue al mostrador y de un cajón de al lado de la
cafetera sacó un sobre lleno de fotos de la época.
Los sirvió y se sentó a unos metros de
distancia.
“no
quería entrometerse en aquel bello rencuentro”
Tantas cosas que contar de otros tiempos,
buenas y malas; aventuras y
desventuras por esos mundos de Dios.
Entonces, tras separarse al final de verano, cada uno cogió distancia y
partió a un lugar distinto con la ilusión puesta en un futuro mejor, vamos, como
antes se hacía.
La música les hizo experimentar vivencias
inolvidables, recorrer caminos insospechados y pisar escenarios por medio
mundo, hasta que… la experiencia dejó de
tener valor.
Se
demandaba sangre nueva, gente ágil que diera “luz y color” al espectáculo.
Las noches bajo los focos, se tornaron en
mañanas detrás de un mostrador, el sonido dejó de rebotar en la pared de
enfrente, lo analógico se empaquetó en digital y su maleta llena de ilusiones
quedó arrinconada, lacia, en una estantería del trastero.
Las baquetas, ahora cuelgan en forma de
aspa en la pared del salón (la batería ocupaba demasiado sitio en casa). El
acordeón fue regalado a un nieto, para ver si se animaba a aprender y allí
quedó, bajo la cama del chaval (un cacharro más olvidado). Del saxofón, no se sabe qué pasó con él, quiere
acordarse que lo vendió su señora para
dar la entrada de una lavadora nueva que compraron a plazos y el fiscorno, ese
sí, está en casa, metido en su estuche gris
forrado en su interior por suave fieltro verde, dormido, esperando impaciente a
que llegue un momento que ya no llegará.
Los
cubatas de aquellos años, se han convertido en unas míseras tazas de manzanilla
con sacarina, cruel artrosis va engarrotando esas notas de un pentagrama sin
clave, escrito a tiempo de bolero y de los dedos de sus manos desentrenadas, ya
solo salen anquilosados recuerdos, sin los suficientes bemoles para acariciar a
su vieja amiga.
Juventud divino tesoro.
Con
algo de suerte se volverán a encontrar algún día de cierto año; uno a uno, irán
llegando, hasta volverse a juntar quien sabe cuando…
Allá, donde la música es algo que solo hay que
pensarla para que suene.
Bienvenidos todos… Pero sin prisas.
Carlos Torrijos
C.a.r.l. (España) 2021
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