Como cada mañana,
aquella pareja de estudiantes entraba en aquel bar a tomar un café antes de
dirigirse al edificio de la universidad donde estudiaban.
Sus bolsillos
estaban repletos de ilusiones y libertad, por siete u ocho monedas y la llave del piso
que compartían con otras dos estudiantes.
Su única
preocupación eran las asignaturas, bastante trabajo les costaba a sus padres el
que ellos pudieran hacer una carrera en la capital. La nota media a final de curso, suponía para
ellos la oportunidad de seguir con una beca, sin la cual sería imposible
continuar.
En sus mentes no
había sitio para la política, ni para disputas regionales, ni para charlas
independentistas. Tan solo pretendían
terminar sus estudios y labrarse un futuro, a poder ser allí en su tierra, en
la tierra de sus padres y de sus abuelos.
En aquella tierra en la que se sentían orgullosos de haber nacido, a la
que respetaban y por la que querían seguir trabajando para elevar el bienestar
de sus gentes.
Antes de llegar
a verse el fondo de la taza, una bola de fuego irrumpió en el local, al tiempo que
un ruido infernal hacia sangrar sus oídos.
La onda expansiva
de aquel artefacto los dejo sumidos en un sueño por tiempo indeterminado. A su alrededor un par de cadáveres que como
ellos teñían el suelo de sangre. Los heridos que podían moverse, intentaban
ayudar a aquellos que habían quedado sepultados parcialmente, atrapados por los
cascotes y escombros. Otros, presos del
pánico, huían desesperados hacia la
calle mezclando sus gritos de auxilio con las ensordecedoras sirenas de policía,
ambulancias y bomberos.
En un segundo
todos sus sueños se convirtieron en cenizas.
Cuando salieron del hospital, habían pasado de ser estudiantes modélicos
a parapléjicos desahuciados por las gentes de su pueblo. Se habían convertido en víctimas del
terrorismo, opositores sin voz de quien los habían mutilado en nombre de
aquellos que bajo su ventana gritaban libertad al tiempo que llenaban su
fachada con pintadas de traidor y hacían ondear las banderas de aquella tierra
tan suya como de ellos.
Sus familias se vieron obligadas por la
presión y las amenazas a emigrar a otro lugar. Ahora ya, ni siquiera se verían
con sus ojos vidriosos mientras con gestos intentaban decirse te quiero. Eso, cuando sus madres se atrevían a darles un
paseo por la acera en su silla de ruedas y les ayudaban a cogerse de la mano para
avanzar unos metros juntos.
En un lugar
extraño, sin conocidos, sin nadie, sin la posibilidad de autonomía suficiente
para poder manejar un ordenador, sin poder gastar el tiempo en seguir
estudiando, sin poderse comunicar con la persona amada. Qué triste, que incomprensión, que difícil
adaptarse a no ser nada y seguir queriendo serlo todo.
La desolación y
la impotencia, se fueron convirtiendo en apatía por la vida. Las lagrimas de
amor, en gotas de veneno y el recuerdo de los tiempos felices en odio a su
persona y a su vida.
Tras largos años
de espera, el tener que recordar aquel momento y enfrentarse de nuevo a la
crueldad que habían vivido, les dio la oportunidad de reencontrarse de nuevo.
Esta vez en la audiencia, para asistir al juicio de quienes habían perpetrado
tan brutal atentado.
El verse allí, uno
junto al otro de nuevo, apretando los dientes para conseguir mover el brazo con
la sola intención que cogerse las manos, hizo que de nuevo reviviese su amor
por ellos mismos y las ansias de intentarlo de nuevo.
Junto a ellos sus
padres desconsolados y llenos de rabia frente a la mirada desafiante y sonrisa
burlesca de los........ Qué coño. Asesinos.
Los familiares,
abogados, fiscales, incluso el juez, todos creían saber lo que ellos pensaban,
lo que habían sentido, lo que solicitaban de aquella corte suprema. No tenían ni idea. Hablaban de indemnizaciones, de años de cárcel,
del posible arrepentimiento como paliativo de la condena.
Ellos, solo querían
estar juntos, poderse ver, quererse con toda el alma, que se les internase en el
mismo centro y así no separarse jamás. El
resto eran cosas que solo le importaban a esos miembros de la sociedad que se
valen por sí mismos, que pueden hablar, discutir, poner excusas donde no existen
razones.
No pudieron expresar su opinión, aunque
hubiesen querido intentarlo, tampoco nadie les dio la oportunidad de gesticular
su deseo. Cada uno volvió a su casa, sus
vidas se fueron apagando poco a poco. Murieron al tiempo, debido según el
dictamen médico, a las secuelas derivadas del atentado. Y tenían razón, pero jamás pudieron
determinar cuáles eran dichas secuelas.
Ni el rugido
fiero de un gran trueno, ni el escalofriante resplandor del rayo que lo precede
cruzando el cielo con violencia, podrá volver a separarlos.
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