Santo Tomás, de aquí NO
Ese individuo que se autoproclamaba
anticlerical y siempre abiertamente en desacuerdo con las acciones que se pudieran
realizar en nombre de de cualquier
símbolo o creencia religiosa, tumbado en la cama, miraba atento a esa ventana,
la pantalla del televisor.
Un
joven con alzacuellos, se dirigía a los televidentes con voz serena y los
antebrazos apoyados en la mesa, como protegiendo el micrófono.
Era la reposición de un fragmento del
programa que salía a antena hace años, en blanco y negro, todas las noches
antes de la carta de ajuste en televisión española. Cuando solo había dos
cadenas.
La segunda se emitía en UHF, solo para
familias pudientes que instalaban su nueva, pequeñita y brillante antena en el
tejado.
Ese joven sacerdote, tenía un gran poder
de convicción, su normalidad hacía creíble la exposición de su discurso
anticuado, aunque en el momento de su grabación pudiera ser un debate de
actualidad en la sociedad de aquel entonces, o simplemente fuera una charla
adoctrinadora sobre la acción de las misiones evangelizadoras a golpe de cruz,
en distintas partes del mundo.
Sin imágenes, sin cifras, con escuetas
palabras el discurso iba calando en la conciencia de Tomás. No podía dar crédito a lo que estaba
sucediendo, estaba convencido de que aquello que oía, era la verdad absoluta,
todas las vilezas realizadas en nombre del evangelio le parecían mostrarse justificadas, como si estuviese en un trance
hipnótico.
Esta reposición, solo duró unos minutos
antes de que el moderador del programa diese continuidad al debate coloquio que
él hasta ese momento había seguido con atención.
Un
puente parecía haberlo unido a aquel sacerdote.
Los contertulios seguían discutiendo posturas distintas de opinión, pero
recostado en su almohada no los veía ni escuchaba, en su mente seguía resonando
la voz limpia y templada junto a la
imagen clara de la escena anterior.
Se dejó llevar por Morfeo a un tiempo
remoto para soñar que estaba en una pequeña aldea de un lugar lejano. Su misión
era paliar el hambre y las enfermedades de aquellos niños, cuyo único pecado
cometido en sus vidas era haber nacido en otro continente, con distinto color
de piel y sobre todo pobres, pobres e infelices. O tal vez no lo eran hasta que
llegaron los seres pálidos, que portaban la cruz como empuñadura de su espada.
El
alba se aproximaba. Se sentía satisfecho con la labor que había estado realizando,
pero había un gran problema, tan solo les daba amor, comida y medicinas.
No
les enseñaba a persignarse ni rezar, no les exigía como contraprestación la
aceptación de una doctrina y les enseñaba a sumar y restar en su dialecto
aunque fuera con los dedos, pero no a
leer las sagradas escrituras. La vida y el futuro de esos niños para él, era
más importante que la palabra de dios.
Le montaron en un barco de regreso a casa,
nadie salió a despedirlo, la gente de hábito se había asegurado de ensuciar su nombre ante todo el poblado, cubriendo
su persona de deshonra, culpabilizándolo de hechos solo producto de la
naturaleza. La incultura y la
superstición se habían encargado de hacer el resto.
Y despertó decepcionado pero satisfecho,
sabiendo que durante toda la noche se había esforzado, consiguiendo seguir
siendo un solidario borreguito blanco, aún estando cerca de aquel rebaño oscuro,
formado por carneros bien alimentados con alzacuellos, cuya mentalidad mugrosa
seguía ensuciando y corrompiendo todo lo que por desgracia se encontraban a su
paso, siguiendo la senda marcada con sangre por los conquistadores.
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