Las campanas dejaban de sonar, la plaza se llamaba de cabezas cubiertas por
pañuelos negros esperando al autobús que hacía la ruta diaria hasta la capital.
Los hombres ya estaban recorriendo el litoral, esperando encontrar los cuerpos
aún desaparecidos. Solo tres faltaban. Identidades indefinidas
que alimentaban la esperanza.
Pescadores nacidos y criados para
luchar contra las adversidades. Curtidos
por las tormentas y conocedores de las corrientes. Tal vez, alguno, podría
haber salvado la vida.
En la puerta del
anatómico-forense, bajo la balconada, se agolpaban las toquillas de lana,
esperando la hora.
Al mínimo
movimiento de aquel amasijo de hierro
acristalado de opacidad, todas las
espaldas encogidas por el frio, parecieron levantar como una sola.
Pidiendo tranquilidad, el médico rural que había sido
llamado para reconocer los cadáveres y así no tener que vilipendiar a los familiares haciéndolos desfilar por
aquel calvario, se atravesó en la entrada, con una lista en la mano.
Fue nombrado uno a
uno a los fallecidos hasta llegar al número nueve. Aquellas tres madres que
quedaban a merced de la lluvia, se abrazaron intentando detener el tiempo y que
las noticias a su regreso, no incrementasen aquella lista.
Dentro las enlutadas,
madres, esposas e hijas, abrazaban por última vez unas bolsas frías, que por
una pequeña abertura, apenas dejaban sobresalir la afilada nariz del rostro de
los hombres. Los fuertes dedos, se aferraban a la mesa de metal, como percebe a
la roca, para que nada ni nadie, pudiera separarlas de su ser querido.
El teléfono
sonó. El forense montaba de nuevo en su vehículo. Malas noticias de llamar allí. Otro cuerpo había aparecido. Las tres madres que quedaron en la puerta,
alzaron la mirada, deseando egoístamente que la noticia fuera para cualquiera
de las otras dos.
Entre, los peñascos puntiagudos, en fondo
del acantilado donde residía el faro, un cuerpo roto en dos mitades yacía
solitario. Cuando llegó el forense a
la zona indicada, la patrulla acababa de izar la camilla de rescate. Los
golpes en su cuerpo, producidos por el fuerte oleaje, lo habían dejado
irreconocible, pero su hermano allí
presente, enseguida se abalanzó sobre él. Un escudo tatuado en el antebrazo, de cuando
estuvo sirviendo a la patria en la
legión, no dejaba dudas.
En medio del
reconocimiento del cadáver, una véngala de humo rompió en el aire. A pocos kilómetros de la costa se hallaba
otro cuerpo flotando en el mar. Hasta
allí se dirigieron los guardacostas para su recuperación y posterior traslado a
tierra.
Al
caer la noche, los once féretros eran velados en el salón de plenos del
ayuntamiento. Samuel permanecía en brazos de las sirenas, al igual
que su padre y abuelo. Sería cosa de
familia.
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