A los pies del
camastro unos trapos hechos girones.
.- esta es la ropa
que llevabas puesta. Guárdala bien. En momentos de incertidumbre, en soledad,
es bueno tener algo a lo que abrazarse, algo en lo que creer y con lo que
fabricarse un sueño.
.- ¿Tú tienes algo?
.- estos aros que
llevo en las orejas, están hechos de los eslabones que unían la cadena a la
grilletes, pero… son cosas de las que es mejor no hablar.
.- a mi me gustaría recordar
.- espero que el
día que recobres la memoria, no te arrepientas de haberlo hecho. Aquí, nunca hables ni preguntes por el
pasado. Para
nosotros el olvido es el mejor cicatrizante de unas heridas que nunca se
cierran.
El
tiempo carecía de importancia, el Bahamas había echado las anclas a cierta
distancia de unos islotes aparentemente deshabitados. La radio, su único
contacto con el mundo fuera de aquel amasijo de hierro, avisaba de un nuevo
cargamento. Unos cuantos, en un par de
botes, se acercarían a tierra para aprovisionarse de vivieres, antes de partir
a su nuevo destino.
Pensaron en llevar a
Samuel y dejarlo en el poblado del otro lado de la isla. Allí
le dejarían el alojamiento pagado para un par de meses y una vez
recuperado podría volver a su casa.
.- ¿y a que casa
va a volver?
.- a la suya
.- pero si no se
acuerda de nada
.- ¿y qué se va a quedar, aquí?
.- en esa isla no
hay más que mafiosos, ladrones y asesinos
.- mira el otro ¿y aquí que hay?
.- aquí al menos
somos personas, fuera de la ley, sí. ¿Pero cuando nos hemos robado entre
nosotros? ¿Cuándo en este barco se ha derramado una gota de sangre? Él será quien decida cuando quiere abandonar,
entre tanto es uno más. ¿Algún problema?
Todos
agacharon la cabeza. Weza había hablado y nadie estaba dispuesto a llevarle la
contraria.
En unos días, Samuel ya daba cortos
paseos por el pasillo. Se habían
propuesto engordarlo y cada vez que alguien pasaba por la cocina, apañaba algo,
aunque fuese un simple trozo de torta de maíz para llevárselo al camarote.
Rebuscando en sus
sacos, habían hecho acopio de ropa que le pudiese servir de momento y no se
encontrase tan desangelado, con aquel taparrabos, que era lo único que cubría
su cuerpo.
En las largas horas de soledad (aunque todo aquel que pasaba
por delante de la puerta siempre abierta de par en par, le saludaba y de daba
algo de charleta) fue haciéndose una
especie de cinturón trenzado con los restos de sus ropas, así las llevaría
siempre consigo.
Los alimentos frescos, no tardaron en hacer reacción. Unos estofados
de carne y huevos bien consistentes, le dieron fuerzas y ánimos para encaminarse con ganas a su nueva vida.
Subió las escaleras lentamente. Todos estaban esperando en
cubierta (alguien había hecho correr la voz). La gran mayoría eran caras sonrientes, contentos de
que hubiese logrado sobrevivir. Desde
entonces llevaría como apodo el sobrenombre
de – resucitado -
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