El mar
devolvía a la playa los cuerpos sin vida de aquellos marineros junto a los
restos de su embarcación.
Los
familiares gritaban su desconsuelo tras el cordón policial, esperando a
poderlos reconocer y llevarlos, para darles cristiana sepultura. El
forense se retrasaba y los nervios encendidos, estaban a punto de estallar.
Por fin un señor,
levantó la cinta amarilla y se dirigió a los cuerpos. Uno a uno, fueron examinados y alienados,
cubiertos por una tela. Antes de ser
introducidos en las negras bolsas, para su transporte.
Los
familiares no podían creerlo. Allí, tan
solo a unos metros y no podían ni siquiera verlos. El protocolo marcaba que solo tras la
autopsia, en el anatómico-forense, se debía hacer el reconocimiento.
Los gritos
desoladores, se convirtieron en susurros. Las miradas borrosas, contaban los
cuerpos, mientras el furgón se acercaba. La remota posibilidad de que fuera el de su hijo,
uno de aquellos cuerpos que faltaban en la hilera, llenaba de esperanza a
aquella madre. Alegría contenida,
por respeto al resto.
Siempre
llevaba una camisa negra como luto por su padre y ninguno vestido de oscuro, yacía
en la arena.
La duda era inevitable. Algunos de ellos, habían sido devueltos por
el mar semidesnudos.
A lo lejos la voz
de un policía –aquí hay otro cuerpo- varios efectivos corrieron hacia las piedras,
antes de que la multitud, pudiese ver el cadáver de cerca. Su torso cubierto por blanca
vestidura, hizo suspirar de nuevo a
aquella mujer, que con su mirada perdida
en el lejano horizonte, rogaba clemencia al mar.
Una nueva tormenta se aproximaba. Las lanchas
de los guardacostas, cesaban la búsqueda volviendo a puerto y ella. Solo ella, bajo el aguacero, permanecía junto
a las rocas, esperando, sin miedo a que una ola le arrebatase el aliento y
condujese su cuerpo junto a los suyos.
Su padre, marido
y ahora su hijo. Amantes de la mar, que fueron elegidos y nunca regresaron.
Se vio arrastrada
por debajo de los hombros, al tiempo que una gran masa de agua cubría su
cuerpo. Aguantó la respiración. Cuando de nuevo abrió los ojos, truncada vio
su esperanza. Se hallaba sentada en la
parte trasera del vehículo de la municipal, camino de vuelta a casa.
Con sus ropas
empapadas, se sentó junto a la ventana abierta, desde la cual, esperaba ver
cada día la entrada en el puerto de las barcazas de pesca. Pasaría toda la noche en vela. Sola. Esperando
a que nadie llamase a su puerta.
Las
paredes llenas de recuerdos lloraban su tristeza y sobre un pañito de ganchillo
junto al televisor, inmóvil permanecía la bonita maqueta hecha y pintada a mano
de aquel barquito. Samuel siempre antes
de hacerse a la mar le decía - cuídala madre –
Asunción, como
tantas veces, entretenía su soledad con las cuentas del rosario entre sus
manos. Una y otra vez, repitiendo los
Ave María. Las horas pasan y los minutos
se arrastran en la esfera del reloj con el cristal rallado de tanto mirarlo.
Toda la noche estarán doblando las campanas de la torre y el
pequeño faro, en acantilado permanecerá paralizado alumbrando la mar.
En el pequeño pueblo de pescadores, nadie duerme.
En aquel naufragio, todos han perdido a alguien de su familia y en cada casa,
se verán los cristales iluminados, esperando el amanecer.
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