Mientras un
helicóptero, sobrevolaba la zona y agentes
de la guardia civil inspeccionaban los recovecos de las rocas, intentando encontrar algún vestigio del único
desaparecido, la multitud acompañaba a los familiares, en una gran misa
oficiada por el mismísimo obispo de la diócesis.
Hasta allí se
habían desplazado autoridades de toda la región y los vecinos de los pueblos
aledaños para poder acompañar a aquellos
desgraciados en ese dramático trance.
El corto camino hasta
el cementerio estaba flanqueado por ramos y coronas de flores. Las promesas y palabras de aliento se
sucedían cabizbajas. Las fosas
esperaban abiertas y junto al muro de piedra, los coches oficiales, con el motor
arrancado y los cristales llenos de vaho, deseosos de coger el camino de
regreso diciendo: Misión Cumplida.
Asunción en una
esquina, acompañada por su destino, prefirió quedarse junto a la tumba de su
padre. Mordía sus labios que tanto
tenían que gritar por no armar un espectáculo. Bien sabía ella, que las buenas palabras y
promesas de ayudas, al día siguiente se las habría llevado el viento. Como siempre aquel lugar, seguiría siendo un pequeño
vestigio en la nada olvidado de la mano de Dios. Las viudas comerían gracias al
alcalde. Hacía ya años se había
comprometido a respetar una tradición que les ofrecía la exclusividad de ir a
las rocas a jugarse la vida para recoger los percebes y para las entradas en
años, un cacho de playa, donde a las chirlas les gustaba esconderse en la
arena. De los cuatro cuartos que de ello sacaban y el huertecito, pues iban
comiendo.
Maldita su suerte. Todos fueron desfilando
calle abajo. Ella se quedó apoyada en la
cruz, esperando a que solo la soledad
oyese sus pasos. Pasó por casa y siguió a sus zapatillas por un camino
demasiado bien conocido.
Un ramo de
flores solitario flotaba en las aguas del puerto, las mareas se encargarían de
que este llegase a su destino. Junto a
él, la vieja maqueta que dormía sobre el pañito de ganchillo. Que preciosa era. Se mantenía erguida sobre las olas, como
si de un barquito de verdad se
tratase y en el muro de hormigón
sentada, Asunción mirando al cielo. La
mar, ya no le podía robar nada más.
El sol se escondía en el horizonte. La negra
noche, cubría con su manto las aguas.
Las luces de las casas se apagaban una a una y solo el murmullo de las
olas y el olor a sal, le hacían compañía.
Una estrella
fugaz, cruzó el firmamento. Asunción
alzó la mirada; - ¿qué más quieres? -
¿qué me queda? -
Apretó con fuerza el rosario en su mano para no tirarlo y se
dirigió de nuevo a casa.
Aquellos pantalones recién planchados sobre la cama, le
hicieron cerrar la puerta de la habitación de un portazo.
Se sentó en su butaca. ¿Dónde si no iba a ir? Y una noche tras otra, allí, seguiría con su rosario rezando tras la
ventana.
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