El cielo
azul, inmenso. Ni una minúscula nube de horizonte a horizonte, de norte a sur,
de este a oeste. Tan solo un avión a gran altura segmenta su
suave textura dejando una línea blanca a su paso. El rastro
se diluye en breves instantes y la grandeza se vuelve a mostrar en todo su esplendor. Azul, pletórico,
infinito, sobre todas las cosas.
Tumbado, con la
espalda sobre los terrones arenosos, observo la inmensidad que se me brinda. Aprovecho
la sombra que me ofrece el único arbolito que habita en kilómetros a la redonda,
el único en lo que alcanza la vista, en la inhóspita llanura.
Qué
suerte que esos desalmados te hayan dejado subsistir aquí sin motivo aparente. Qué pena que tus allegados fuesen esquilmados,
arrancados de cuajo de esta, la tierra
de sus ancestros, para convertirla en
lugar de cultivo y ahora estéril por falta de rentabilidad.
Una hora interminable
caminando bajo los abrasadores rayos de sol, hasta llegar a las líneas grises
que se dibujan a lo lejos como espejismo imaginario. Paredes
semiderruidas de abobe, tejados rojizos que no aguantaron el paso del
tiempo, puertas y ventanas desencajadas
de sus marcos como único resquicio de vida.
Por sus calles un par de lagartijas,
en su cielo una rapaz dando vueltas a la espera de una presa fácil. Nada domestico o domesticable, nada civilizado o por civilizar. Nada, nadie, ni el viento se digna a soplar por sus
esquinas, ni las nubes que hace tiempo
ya no lloran su suelo.
Plaza seca y baldía. Ni una ingenua
brizna de hierba se asoma entre el empedrado de la cruz que quedó instalada en
el centro junto a lo que parece fue un abrevadero, frene al portalón en arco de
ese montón de escombros. Lo que antaño debió de ser la iglesia.
Agudizando la vista, a
lo lejos, una suave línea verdosa hace intuir la presencia de una especie de arroyo. Escasa agua encharcada en una poza, da cobijo a unas cuantas ranas, rodeadas
de espinas de peces que allí vivieron y cubiertas por un manto de mosquitos.
Cuando empieza
aponerse el sol, estoy llegando de nuevo
a casa, exhausto de estar toda la tarde soportando el calor infernal de verano.
Con la vista empañada por las
gotas de sudor, vuelvo la mirada girando el cuello esperando ver algo distinto.
El sol se esconde y la luna luce radiante, pero ni la frescura de la
noche, volverá a hacer fértil esa llanura.
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