Llegó el día
esperado, todo estaba decidido.
Sus ansias de aprender
hicieron que aquellas alas se desplegasen al viento, con el tercer plenilunio.
Mientras todos dormían, cogió
el hatillo y marcho por el sendero de la cima. Arriba, sentada en aquella
piedra donde tantas veces había estado charlando con Matías, esperó a que
amaneciera.
Descendió la ladera y
siguió sin rumbo, por el ancho camino de color negro.
Pasado un rato, escuchó un ruido extraño que
se aproximaba. Sin pensarlo se escondió
rápidamente tras unos matojos. Un carro pintado de color rojo, como una casita
con cristales; andaba solo, sin ser arrastrado por ningún animal y a una
velocidad que asustaba.
Todo
eran grandes campos, inmensas extensiones de tierra arada. ¿Cuántos burros se
necesitarían para todo ese trabajo? Y ¿Cuánta gente viviría en aquel lugar?
Cansada de andar, se sentó en un zopetero,
sacó un cacho de pan, pero cuando se
disponía a dar el primer bocado oyó una música cercana, eran campanas, pero no sonaban como las que hacía sonar juanillo, no, estas sonaban
más fuerte y muy graves.
Se dirigió al encuentro de aquel sonido, tras
la curva, de repente ante sus ojos apareció un pueblo. Las
calles eran anchas, las casas grandes, las puertas y ventanas enormes. Al fondo en una plaza una gran
edificación, como las que había visto en
las laminas que había en el baúl de Don Genaro y en lo alto de la torre, dos
grandes campanas daban vueltas y vueltas, haciendo un sonido ensordecedor.
Los
formidables portones estaban abiertos así que entró. Sus albarcas
se asomaron a una gran sala llena de bancos, había estatuas de personas subidas
en alto en las oquedades de las paredes, siguió andando por el centro mirando
de lado a lado hasta tropezar con unos escalones. De frente se encontró con una mesa vestida de
fiesta y al alzar la cabeza, su mirada se estremeció.
Un pobre hombre, desnudo, estaba clavado a unos maderos, portaba en su
cabeza una corona de espinos y la pena se reflejaba en su rostro.
Crujieron las bisagras de una
pequeña puerta, por ella salió un señor gordo y calvo, vestido con una bata
negra que le llegaba hasta los pies.
Párroco.- ¿Quién anda ahí?
Primavera.- buenos días, soy yo
Párroco.- y… ¿tú quien eres?
Primavera.- soy Primavera
Párroco.- tú no eres de aquí ¿de dónde vienes vestida
tan zarrapastrosamente?
Primavera.- simplemente he llegado y
esta ropa es todo lo que tengo
Párroco.- bueno niña, pues eso
habrá que arreglarlo.
¿Has comido?
Primavera.- me disponía a comer
sentada este cacho de pan cuando oí el sonido de las campanas, pero ya que
estamos los dos, si quiere lo compartimos
Párroco.- gracias, pero mejor…. Ven
Los dos juntos salieron de allí
para dirigirse a la casa de al lado.
Párroco.- entra y siéntate que
ahora vengo
Él se perdió por el pasillo
adelante.
Los ojos de Primavera, no
sabían dónde mirar.
Que mesas, que sillas, que
mueble, que ventanas, que suelo, que todo.
Párroco.- aquí tienes, ahora a
comer
Que cuchara, que plato, que garbanzos… que hambre.
La
primera cucharada se detuvo a medio camino entre el plato y la boca.
Primavera.- ¿y usted no come?
Párroco.- no hija, yo ya he comido
Primavera.- ¿entonces?
Párroco.- ¿entonces qué?
Primavera.- que si puedo comer yo
Párroco.- pues claro y dime ¿de
dónde vienes?
Primavera.- eso no se lo puedo decir
Párroco.- me has dicho que te
llamas Primavera, yo me llamo Claudio, pero todos me llaman padre
Primavera.- ¿padre? ¿Y por qué?
Párroco.- porque soy el cura del
pueblo
Primavera.- ¿cura? ¿Qué es eso?
Párroco.- veo que tienes mucho que
aprender, eres una niña muy rara, pero tu mirada es muy limpia y en estos
tiempos, es una cosa digna de agradecer.
Mientras tú comes tranquilamente
yo me tengo que ir a dar misa y en un rato vuelvo
Primavera.- ¿y yo?
Párroco.- no, mejor tú, te quedas
aquí, cada cosa a su tiempo, no quiero sorpresas, estate tranquila que yo
me encargo de todo
Primavera se quedó allí,
pensativa, comiendo aquellos garbanzos y observando por la ventana como a la
plaza iban llegando personas vestidas con ropas de colores y brillo radiante, parecían recién estrenadas.
Entraron en aquel lugar bajo la torre de las
campanas, permanecieron largo rato, después, todos volvieron de nuevo a salir
y se fueron apiñando junto a la puerta
de la casa, miraban por la ventana, inspeccionando aquella habitación donde
ella, en un rinconcito escondida de los
ojos hambrientos por saber, esperaba a que llegase de nuevo Claudio.
Primavera.- ¡por fin!
Párroco.- ya estoy aquí. Ahora
te traerán ropa nueva y luego iremos juntos a la iglesia
Primavera.- ¿Dónde?
Párroco.- a esa casa grande que hay
aquí al lado
Primavera.- vale, iglesia, me
acordaré
Claudio, dio la luz y cerró las
contraventanas, para que ella abandonase el rincón y se volviera a sentar.
Primavera, con la boca abierta, miraba aquella
cosa redonda que de pronto había empezado a brillar con tal fuerza que
iluminaba toda la habitación.
Párroco.- a ver primavera ¿tú que
sabes hacer?
Primavera.- yo…. De todo. Se
dibujar, aunque la gente no entiende mis dibujos. También se escribir y se me
da bien preguntar para aprender.
Párroco.- ja, ja, me refiero a
cosas de casa, como fregar, barrer, hacer la comida…
Primavera.- ¡ah! También se impregnar la madera para que no
le entren bichos con aceite del de los muertos.
Claudio se quedó perplejo
con aquella habilidad.
Párroco.- alto ahí. Ya
veo que contigo tendré que tener paciencia, pero eres lista y eso es lo que
importa
(Una campanita sonó en la puerta).
Párroco.- ya voy…
.- gracias
Mercedes, ahora váyanse a casa y cuando haga sonar las campanas vengan de nuevo
a la iglesia
Primavera.- ¿qué hay en ese saco?
Párroco.- no es un saco, mira es
una bolsa y dentro está tu ropa. Ahora
entra en esa habitación y cámbiate.
Espero que te quede bien, es de una niña de tu
misma estatura.
Claudio, le abrió la puerta y
volvió a tocar la pared, en el techo otra bola comenzó a brillar.
Que armario, que espejo más
grande, que cama más alta y que bonita la colcha. Abrió sus brazos y se dejó caer. Que
colchón más extraño, no se hundía, bueno pero tampoco era incomodo.
Sacó la ropa de la bolsa y la
estiró sobre la cama. Qué bonita esa
blusa y que falda más adornada. ¿Y esto? ¡Hala! Unas alpargatas con flores.
Según se iba quitando sus vestimentas las doblaba
y guardaba cuidadosamente en aquella bolsa. Se vistió de nuevo y se quedó un
rato mirándose en el espejo.
Primavera.- ya estoy
Párroco.- pues sal, que estoy
deseando verte
…. Recorrió el
pasillo una linda joven, su cara resplandecía, sus largas y delgadas piernas,
avanzaban lentamente, como si flotase en una nube.
Párroco.- ¿estás contenta?
Primavera.- si padre. ¿O lo debo llamar señor Claudio?
Párroco.- mejor padre, si a ti
no te molesta
Primavera.- eso, como usted quiera
Párroco.- ahora vamos al servicio
Primavera.- ¿a servir qué?
Párroco.- mira esto es el servicio, algunos dicen váter y otros
aseo. Aquí en esta especie de taza, es donde se hacen las necesidades del
cuerpo, esto un lavabo, esto es la
bañera, en este armario, detrás del espejo, se abre y están los peines. Ahora
lávate la cara y las manos, te peinas y te espero, que hay cosas que hacer
Primavera, tardó en salir
un abrir y cerrar de ojos.
Primavera.- padre ¿y el cántaro del
agua?
Párroco.- ja, ja, perdona no me di
cuenta, levantas esta palanca y el agua sale sola, ves. Cuidado, si la pones hacia este lado sale
caliente y te puedes quemar. Aquí tienes
una toalla limpia, y después de hacer pis, pulsas aquí para que quede limpio.
Primavera estaba
desorientada, pulso en la cisterna y casi se cae del susto, el agua empezó a
salir y ella no sabía cómo pararla.
.- menos mal que no se ha encharcado todo
Con cuidado levanto la
palanca del grifo del lavabo. Que gracioso, salía un chorro de agua y estaba… uuum,
templadita, que gusto lavarse así.
Del armario cogió un peine y
se aliso el cabello.
Se miró en el espejo y por un momento
el temor invadió su mente. Primavera, había cambiado, ella se gustaba más
como era en Valdeluna.
Ya no había marcha atrás, demasiado tarde para
volver y demasiado pronto para arrepentirse.
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