Las
primeras hoja teñidas de ocre, se arremolinan entre sí, para terminar
agazapadas en un rincón, protegidas de los primeros vientos de otoño.
El perro y su dueño, aprovechan el mullido
para poner su cartón. La áspera manta de cuadros se disimula en la oscuridad junto a cuatro ojos vigilantes, que a ratos se cierran en escasos intervalos. Ausencia de pasos sobre la acera y el ruido de
los motores que regresan a su descanso.
Aún, en la inmensidad de la noche cerrada, un
carrito se acerca, una pala acecha, la escoba parece recriminarles.
El barrendero
se despereza, despierta un segundo de su monotonía, siente incluso envidia antes
de darse la vuelta ante la cara de felicidad de aquel perro dormido y su fiel dueño
que le ruega un ratito más con la mirada.
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