lunes, 24 de agosto de 2020

Imaginería




       Ay, la señora Lucinda;  toda la vida sola.
             Bueno, sola, sola, no.

        La niñez, la vivió junto a sus padres y hermanos en aquel pueblecito perdido de la montaña asturiana, hasta que con la mayoría de edad, fue a buscar suerte a la gran ciudad;   allí conoció a un joven y al tiempo se casó y se fueron a vivir a un núcleo minero.   Su marido no resultó ser la joya que se merecía.     Gran trabajador según sus compañeros, pero hacía su vida de la mina al bar, del bar a la cama a dormir la mona y cuando se levantaba, otra vez a la mina, hasta que un desprendimiento, se lo llevó para el otro barrio;     ese en el que las lápidas blancas contrastan con la negrura del carbón.

         Por suerte, siempre tuvo al lado a su gran gato; un animal de pelaje brillante y grandes ojos (regalo de boda de una amiga algo tacaña “todo hay que decirlo”).

       Debajo de la mesa, cada mañana, ponía agua limpia en un cuenco y del plato, cambiaba las galletas por unas recientes y tiernas.         Luego, se sentaba y mientras se entretenía haciendo punto de cruz  “hasta que la vista y las manos dejaron de prestarle esa opción”,  le contaba historietas, anécdotas a veces inventadas de cuando era pequeña y de aquel lugar al que nunca regresó.

     Una noche de calor, como tantas otras, la ventana del salón estaba entreabierta para que corriese el aire.
  Algún animal, posiblemente otro gato, entro en busca de las galletas.      El caso es que a altas horas, serían las tres; desde el cuarto donde dormía, oyó un ruido; como un restallido contra el suelo y de repente un gran golpe de viento abrió la puerta de su habitación.

   La señora Lucinda se levantó; allí bajo la mesa estaba el gato tumbado, la cabeza separada del cuerpo, las orejas y el morro hechos añicos, las patas delanteras cada una por su lado y el agua del cuenco esparcida por el suelo.

        Recogió pedacito a pedacito, intentó reconstruirlos pegando cada pieza en su sitio con sumo cuidado pero era una misión imposible para una persona mayor con el pulso poco firme.

    Ya no comía como antes, parecía no prestarle atención a sus historias,  quedó tullido,  apoyado en un cachito de teja para mantenerse erguido.

                    Pasados los meses, decidió envolverlo en una linda y suave toalla y llevarlo a reposar bajo tierra en una pradera cercana que siempre estaba iluminada por la luz del sol donde las flores y el pasto dibujaban figuras realmente bellas.

         Cuando volvió a casa, puso una manta doblada bajo la mesa y allí, apoyando su cabeza en un cojín se durmió junto al cuenco y el plato aún con galletas.

       Nadie sabe cuánto tiempo pasó.  Cuando la hallaron, su cuerpo había desaparecido de entre sus ropas.
            Tan solo su cara bajo el pañuelo negro de cabeza y sus manos entrelazadas asomando por las mangas de la blusa convertidas en brillante porcelana.







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